viernes, 17 de abril de 2009

De la novela: TUMBAS DE ARENA. (Capitulo 43)

Por: Nelson Alonso Ameijeiras.

Luisa creía que la velocidad transformaba la carretera en un hilo. La aguja del cuenta millas se acercaba a los 160 kilómetros. La Mora afincaba su pie en el acelerador, pensaba que así dejaría atrás los inconvenientes. Después del escape no habían vuelto a hablar. Luisa se embutía en el asiento y aferraba las dos manos a la pizarra. Pensaba que la otra debería aminorar el apuro, encontró el pretexto y le propuso que parara, mejor sería colocar la bandera de la cruz roja. La Mora suspiró y su pie disminuyó la presión sobre el pedal. Las revoluciones del motor se acompasaban, la carrocería traqueteaba menos, y la vista se acomodaba. El pie brincó hacia el pedal de los frenos. Los neumáticos cepillaron por fuera del terraplén, una de las ruedas traseras hamaqueó por la cuneta. Le molestó cometer aquella paragüería. Aprisa, se disputaban la bandera, cada una cogió dos puntas. No habían decidido si la pondrían sobre el techo o en el capo, de tan nerviosas que estaban empezaron a reír. El instinto las hizo amarrar cada soga en los extremos de la defensa delantera, esa identificación les daría vía libre, la tercera punta la ataron a la emergencia del freno y la última del porta guante. La conductora arrancó sin dar margen a que su amiga se acomodara en el asiento. Luisa le advirtió que seguramente en Pálpite había mucha milicia, lo mejor sería que manejara despacio. La Mora puso la segunda, y rápido la tercera. El pisicorre cancaneó, volvía a cometer los errores del aprendiz y tuvo que regresar a la velocidad anterior. Los tirones columpiaban el cuerpo de Luisa que poco a poco volvía a pensar en Canao. La madre le había asegurado que fue un niño risueño y un mal día cambió, de forma enfática les pedía que no intimaran antes del casamiento, y trataron de cumplir la promesa que le hicieron antes de ella morir. En el hueco de una escalera poco les falto para incumplirla, pero su prima hermana y el cabo batistiano abochornaron la pureza de sus ilusiones. El casamiento estaba fijado para el 7 de julio en Pinar del Río, con Guagüero y Mujer de padrinos, lo celebrarían junto al cumpleaños del abuelo. El miedo al sexo había quedado atrás, el deseo los inquietaba, ninguno de los dos retrocedía, después se dormían entre suspiros. Escuchó a la Mora, que si se estaba recreando con musarañas sexuales; en ese caso le haría un test mental al final de la guerra. Habían pasado por Pálpite y ni se había enterado.

También habían dejado atrás a Playa Larga y empezaban a insertarse en los ruidos de la guerra. Luisa le escuchó, ponte la boina para que vean que somos milicianas, y fíjate en los rostros de los hombres, nuestra escuadra debe estar por aquí. De nuevo adelantaba el auto, a poca distancia unos milicianos le hacían señales de parar.

Las puertas laterales se abrieron, y acomodaron a dos heridos. Luisa desde la parte de atrás ayudó a que entraran a otro. La indecisión turbó a la Mora por unos segundos, pero enseguida se apropió del verdadero sentido de la bandera de la cruz roja. Los milicianos le hacían señales de girar en redondo, y se apartaban para facilitarle la maniobra. Apurada trataba de doblar, al dar marcha atrás su defensa impactó con la de un camión. Las alarmas de Luisa la atormentaba, las manos se le enredaban en el timón. El motor hacia intentos de apagarse, y dando tirones pudo nivelar en dirección contraria. Le oyó a Luisa, ¡apúrate por tu madre, sal de aquí, hay que buscar un hospital!

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