miércoles, 4 de noviembre de 2009

Mi revólver.

Por :Nelson Alonso Ameijeiras.

Antes de bajar al asfalto, Eloy Paneque quiere volver al parque, necesitaba ver a uno de tres compañeros de la discusión inconclusa. Pero Folgado, uno de los jefes del movimiento 26-7, le dio la orden de acuartelarse en la casa de su madre. Además estarían diez compañeros, y él como jefe del grupo. Aferrado en sus pensamientos, un claxon lo detiene, es el ómnibus que viene de Santiago de Cuba y entra en Bayamo a las siete de la noche. Desde hace días está molesto, necesitaba que para ese momento de acción estuviera alguno de ellos: uno lo acusó de irresponsable y otro de hacerle el juego a los batistianos. Volvió a recordar, venderle la cedula a un sargento político es aparentar democracia. Los enfrentó, ustedes son los que apoyan el golpe de Batista, hacen política de urna, y a los tiranos hay que tumbarlos con las armas; además ese compañero tiene un hijo enfermo y está sin un centavo; que la venda, yo lo apoyo, ¡ah!, y a todas esas urnas las voy a dinamitar. Eloy seguía malgenioso, ninguno aparecía, ni los familiares sabían de ellos. Más calmado se consoló: habría tiempo para ajustar cuentas. Al día siguiente sería treinta de noviembre, esperaban la llegada de Fidel y el movimiento 26 de julio debía apoyar el desembarco.

La madre de Folgado lo recibió, y le informó que si la necesitaba estaría en el último cuarto. Era el primero en llegar, en los siguientes minutos llegaron los demás, portaban cuchillos comandos, y dos con revólver. Al menos contaban con tres armas de fuego. Hablaban en voz baja, se repartieron unos lejos de otros. De madrugada todos se sabían despiertos. Eloy descubrió una rendija en una de las ventanas que daba a la calle. Oyó un ruido, se trataba de un motor de combustión que podía ser el jeep de la patrulla. Echó hacia atrás y montó la diestra en su arma. Acompasó la mirada y la escucha: descubrió un grillo. Ni en la finca La Julia había visto uno tan grande, pero poco a poco se transformaba en lagarto y después en cocodrilo. Le oyó a uno de los compañeros, qué pasa. Entre sus risas le escucharon, el cocodrilo me vino avisar que Loriló quiere verme. Los hombres lo rodearon en posición de combate, después se apartaron moviendo la cabeza. El reloj de pared dio tres campanazos, los ruidos pasaban rápido, eran los guardias que patrullaban las calles. Acaso estarían informados del desembarco. Recordó que después de los asaltos a los cuarteles Guillermon Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, se le apareció un gato montero con un recado del Loriló, y media hora después asaltaron su casa. Cuatro soldados lo aprisionaron y lo sacaron dándole trastazos contra la pared.

Volvieron a sonar los campanazos, inclinó las persianas y vio un relámpago. El Loriló se sostenía en el aire igual a un colibrí, su voz era estridente. Le oyó, debes irte de ahí antes de las ocho de la noche.

Mientras sonaban las cinco campanadas, no miró el reloj, se quedó quieto igual a cuando lo encerraron en la cárcel de Boniatos. En esos días conoció a muchos revolucionarios, a uno de La Habana que venía en busca de su hermano, era Gustavo Ameijeiras. Le oyó, que la lucha debía desarrollarse en las montañas. Años después volvió a verlo, traía La Historia me Absorberá para repartirla en Bayamo, y lo acompañaba su hermano Machaco. En la casa de un compañero volvió a ver aquel ejemplar que estaba firmado por Ñico López, Machaco, Curia y él. La madre de Folgado volvió a traerle café.

La claridad del día empezó más tarde, cerca de la media mañana la dueña de la casa regresó. Le escucharon, que las calles estaban llenas de soldados, y toda la gente comentaba que en Santiago de Cuba había un alzamiento. Eloy Paneque se molestó, acaso se habían olvidado de ellos, pero como jefe del grupo tenía bien claro que debía esperar la contraseña. Los compañeros le oyeron, voy a buscar a Folgado.

La orden que trajo era desmovilizarlos a todos. Algunos no estaban de acuerdo, les molestaba que mientras otros peleaban, ellos seguían de moscones. Acaso alguno de los jefes del movimiento retardaba la orden. Oyeron a Eloy, que lo mejor sería irse, para el monte. Después de un silencio Papito Jiménez lo apoyó, y también a Juan Cruz. Los tres salieron camino a La Julia, por el camino se les unieron Julio Zenón, con un springfield; Piñel, con una escopeta, y Paché con un revólver 38; además Erasto José y Luís Ceipa. Cuando se le incorporó Orlando Lara recordó otra de las discusiones en el parque para defenderlo. No querían aceptarlo porque sus padres eran batistianos, y él había pertenecido a la juventud del P.A.U. Antes de llegar a la finca lo interceptó un mensajero, que lo cuestionaba por haberse alzado sin permiso del movimiento. En La Julia se enteraron por la madre de Eloy, que los soldados habían registrando la zona, y lo mejor sería que acamparan en la otra orilla del río. También llegó la madre de Lara, se quería llevar a su hijo. Le oyeron, si a Orlandito le pasa algo, tu Eloy Paneque, la vas a pasar mal.

Eloy movió su grupo hacia la finca de uno de sus hermanos, al llegar se enteró que un muchacho lo andaba buscando, y más adelante los guardias lo toparon. Al tratar de subir a una mata de coco, a mitad de fuste lo tumbaron. El grupo continuó la marcha, algunos campesinos le informaron de un desembarcaron en las Coloradas, que casi todos los expedicionarios fueron aniquilados, que Fidel estaba muerto, y hasta lo habían visto ahorcado en un árbol. Volvieron a moverse, ahora en busca de los sobrevivientes. En el trayecto Eloy recordaba las historias que había oído en su familia de cuando el tirano Gerardo Machado perseguía a Antonio Guiteras, que junto a decenas de seguidores acampó en la manigua de Bayamo, y en la finca La Julia recogieron los fusiles.

Les llegó la noticia de dos expedicionarios que estaban como a dos leguas de allí. El jefe de la escuadra dio la orden de ponerse en marcha, y se llevó al campesino de guía. Horas más tardes encontraron a Rolando Moya y el italiano Gino Doné, estaban vestidos de campesinos y hambrientos. Les escucharon, que habían caído en una emboscada. De Fidel no sabían, pedían ropa y dinero para llegar a La Habana, que ellos regresaran a sus casas a esconderse de los cientos de soldados que patrullaban las guardarrayas. Le escucharon a Eloy, que dónde estaban sus armas. Las habían dejado escondidas.

Unos días después los dos expedicionarios ya iban rumbo a la capital. La familia de Eloy le insistía, que saliera del monte. Debía tomar su decisión, estaba recostado a un árbol y se le apareció una iguana que se le insinuaba para que la siguiera. Caminó unos pasos detrás de ella, y enseguida vio al Loriló batiendo sus alas. Le escuchó, te vas a la capital, aquí la muerte te persigue y vamos a despistarla; si demoras en regresar salgo a buscarte. Eloy pensaba, quién pudiera ser adivino. ¿Y lo que escuchó del Loriló?

La escuadra se desintegraba, Orlando Lara quiso averiguar que había pasado con los expedicionarios; y Julio Zenón era un justiciero a quien los soldados no deseaban topar, y menos los bandoleros. La partida de Eloy estaba arreglada, el maquinista disminuiría la velocidad del tren para que pudiera subirse.

El camino a la capital fue largo, llegar a Manzanillo y buscar otros transportes de pueblo en pueblo. Allí el hermano de Eloy tenía un amigo del partido ortodoxo, ya sabían que Fidel había recibido el refuerzo de combatientes que le mandó Frank. Conoció a Ángel Plá, el mismo que gestionó la imprenta en la que editaron La Historia me Absorberá, y se encargó de mover los ejemplares según se iban imprimiendo. Eloy le escucha, que de La Habana empezarían a salir revolucionarios hacia La Sierra. Llevaba cinco días en la urbe y quería regresar, pero el contacto demoraba. Esa noche cuando caminaba por los portales de Jesús del Monte y los timbiriches empezaban a cerrar, vio un cocuyo que maniobró hacia la luz eléctrica del poste donde estaba el Loriló. Le oye, es hora de que regreses, despídete de tu hermano.

Habían pasado nueve días de su llegada a La Julia. El movimiento lo iba a sacar vía Manzanillo, y debía ser disciplinado, pero desde allí mismo podía subir hacia La Sierra. Para el viaje necesitaba un par de zapatos, y no tenía dinero; mejor sería unas botas, aunque los guardias se fijaban más en quienes las usaban. Los compró en $4.25, que lastima no habérselos estrenado para ir al parque de Bayamo. Desde su asiento en el tren empezó a observar que el soldado que se pasea por el pasillo también se los miraba. Cuando lo tiene delante le escucha, ¡eeeh, zapaticos nuevos! Desconfiado ladear la cabeza, y a la vez acerca la mano a la culata de su revólver. Vuelve a oírlo, ¡eeeh!, vas detrás de una manzanillera. El soldado se aleja moviendo la cabeza, y a unos metros se detiene a conversar con un vendedor de billetes. A Eloy le vuelve la tranquilidad, de todas formas se vuelve a palpar en busca de más seguridad.

El tren está detenido, y los pasajeros se amontonan al bajar; el soldado se ha atravesado en el medio del andén. Al pasar Eloy le escucha, ¡eh!, zapatico. Contrariado sigue caminando, dos cuadras después pasa frente a la tienda de ropa donde una compañera le dará la contraseña. Ha notado que el billetero lo sigue, está molesto, debió haberse ido directo a La Sierra. Sabe que los vendedores ambulantes son presionados por la policía, y dan información. Decide regresar a la esquina; en el bolsillo tiene el vuelto de la compra de los zapatos. El billetero escucha, dame tres del mismo número, anoche soñé que me sacaba el premio gordo. Los dos sonríen. Le oye, yo también guardaré una fracción, pues me estás señalando el camino del dinero. Ambos se entienden y dejan de verse por distintas aceras. Más seguro, llega a la tienda donde la dependienta ya lo esperaba, y le explica la forma de contactar con el doctor Rene Vallejo.

El movimiento 26-7 en Manzanillo le facilitaría su traslado hacia La Sierra. Correa acababa de bajar al periodista norteamericano Tabor, que le había hecho una entrevista a Fidel. En ese mismo jeep recorrieron una parte del trayecto y después siguieron a pie hasta la casa del campesino. Allí, en La Plata, debía esperar otro contacto que lo incorporaría a la guerrilla.

Estando en casa de Correa llegó un muchacho de Yara, y al rato otro de tipo estrafalario hablando una jerga de guapetón que respondía por el sobrenombre de Caló. Le oyeron, que se encontró ese caballo ensillado y aprovechó para llegar rápido. Al muchacho de Yara le molestó, eso era robo. Al atardecer le escucharon a Correa, que necesitaban buscar comida. Oyeron al Caló, que cerca de allí había dos machos gorditos, y los dueños los dejaron botados cuando le salieron huyendo a los bombardeos de la aviación.

Después de andar por los montes casi perdidos, encontraron el corral. El Caló le agarró una de las patas delanteras al cerdo, lo volcó sobre la tierra, y desde la primera cuchillada no lo dejó ni suspirar. Al momento de repartir la carne, el Yara ya estaba violento, y empezó la discusión. Los dos se pusieron en guardia con sus cuchillos, Eloy tuvo que mediar. A casa de Correa llegaron de madrugada, y todavía seguía la discusión. Le oyeron al Yara, que no andaría con bandoleros, los hombres de la guerrilla debían ser honrados. Eloy trató de convencerlo, que se comprometía a pagarle a los dueños cuando regresaran, con otro puerco o con dinero. De todas formas el Yara se fue, y con los primero claros también lo hizo el Caló.

Al paso de unos días se les incorporó Lázaro Satur, y empezaron a llamarlo Habana, a Eloy lo apodaron Bayamo. Después llegó Lalo Sardiña acompañado de cuatro guerrilleros. Esa tarde recibieron una arria de mulos con una carga de uniformes, botas, azúcar y otras mercancías. Bayamo se vistió de verde olivo, se calzó las botas, y echó los zapatos en su mochila para cuando terminara la campaña. Lalo dio la orden de salir, y ahí empezaron la caminata por las lomas en busca de Fidel.

Bayamo se esforzaba para mantener el equilibrio en los farallones. Cuando llegaban al Hombrito, a unos ciento cincuenta metros divisaron a dos hombres armados. Lalo da la orden de atraparlos. Uno de ellos se lanza por el barranco, y el otro trata de escapar por el lado opuesto. El revólver de Bayamo ya le apuntaba, y con la otra mano le arrebataba el fusil. Para hacerlos confesar se hicieron pasar por guardias, fue ahí cuando el prisionero se puso roñoso, bajó la cabeza y se mantuvo en esa actitud. Eloy estaba contento con el springfield y Correa aprovechó para pedirle revólver. Habían pasado meses inseparables, y de pronto observa como lo descoyuntan y muestra todas sus balas. Correa se apresura a probarlo, el disparo no sale y sigue apretando el disparador. Uno tras otro vuelve a perforar todos los proyectiles, y nada. Bayamo casi ni podía creerlo.

Lalo ordena detener la marcha. Al rato se les apareció la vanguardia de la columna, con ellos venía el que se les escapó en el farallón. Fidel mandó a buscar a Lalo y a Mendoza, el detenido, que pertenecía al pelotón del Che. Bayamo se preguntaba por qué no les aclaró su condición de combatiente. A Eloy también lo mandan a buscar, y es la primera vez que ve al Comandante de cerca. Recuerda otra vez cuando lo vio de lejos, en un acto de la ortodoxia en Bayamo, cuando todavía Eduardo Chivas estaba vivo. Ahí le escuchó, que de momento tenían las escobas, pero podían cambiarlas por las armas. El jefe lo observa, le oye, a qué pelotón te quieres incorporar. Había conocido a Gustavo Ameijeiras en la cárcel de Boniatos, después de los sucesos del Moncada, y a su hermano Machaco cuando fue a Bayamo a llevar La Historia me Absorberá. Allí estaba otro de sus hermanos, sólo debía seguir el trillo. Antes de retirarse le mostró el fusil. Oyó, sigue con él.

Bayamo recorría el sendero cuando entre los matojos le salió el jefe de la retaguardia, Efigenio, uno de los expedicionarios del Granma. Después que lo atiende, le oye, bienvenido al pelotón. Allí abraza a Barrera, su amigo de Santiago de Cuba, uno de los cincuenta del refuerzo que mandó Frank. Le escucha, que antes de llegar allí hasta a La Habana tuvo que ir, pero en lo adelante sólo bajaría de la Sierra cuando derrotaran al tirano. Dejó caer la mochila y sacó sus zapatos, esos los iba a conservar hasta el triunfo de la revolución; entonces los usaría al pasear por el parque “Céspedes”.

La columna empezó a moverse, así pasaban los días y las noches de un lugar a otro. Bayamo supo que pasaría un curso de guerrillero, con tiros calibre 22; antes había hecho algunas prácticas en La Julia. A los pocos días de estar allí le cambiaron su springfield por el garand del Maestro, que fue castigado, y además recibió el bochorno de perder su fusil de repetición.

Fulgencio Batista, el del golpe de estado, quería demostrarle al mundo que los muerde y huye estaban desmoralizados y tratando de salir de la zona. Pero días antes le habían infringido una derrota en el cuartel del Uvero, y ahora movilizaba los batallones de soldados.

Los guerrilleros avanzaban haciendo círculos con el propósito de acercarse a San Lorenzo; les habían ordenado silencio absoluto porque los perseguía un batallón con artillerías de montañas. Fidel reforzó el pelotón de la retaguardia: le agregó tres compañeros, y dispuso que se emboscaran en la cima de la loma. Hasta los guerrilleros llegaba el alboroto del batallón. Delante venía un chivato, que se enfurecía cuando la tropa no avanzaba. Las informaciones aseguraban que ese sicario rastreó a muchos de los expedicionarios que fueron asesinados. El soplón percibió un silbido y giró con intención de avanzar, pero un fusil le apuntaba y el jefe del pelotón de la retaguardia le hacía señas, que se adelantara. En eso otro rebelde lo abraca por las piernas y lo derrumba. Bayamo quiere ir al seguro, tiene la orden de tumbar al primer soldado. Le da en el casco, al unísono los fusiles guerrilleros empiezan a disparar y la confusión de los soldados los hacer atropellarse entre ellos. Eloy monta otro cargador, ya el batallón ha emplazado su artillería. Los morterazos empiezan a caer, el chivato se está rodando, casi correr a gatas. Un rebelde da la alarma y dos fusiles lo cazan. Llevaban 15 minutos de combate, Efigenio ordena retirada.

Fidel ha movido a algunos guerrilleros para capturar a malhechores que cometen fechorías a nombre del 26-7 en el territorio de La Sierra Maestra. Han capturado a los más atrevidos y la Columna formar su tribunal revolucionario, los hombres de las escuadras deberán rotar para integrar los pelotones de fusilamiento. Los campesinos empiezan a confiar en la justicia revolucionaria, una mujer llega al campamento para denunciar al Maestro, que haciéndose pasar por el doctor Che Guevara abusó de ella. También enjuician al Caló que ya había asesinado a un campesino; y al Chino Won que confesó sus negocios con el coronel Chaviano, jefe de la plaza de Santiago, para los embarque de marihuana.

La tarde estaba en su final. Bayamo llevaba días sin fumar y a esa hora saboreaba un tabaco, el humo le contentaba las ideas. Empezó a pensar en Bertumeo, en su Ceiba de ocho metros de ancho y cuarenta de alto, con barbacoa intermedia y ventanas; en la planta baja su mesa con cinco taburetes ocupados por las gallinas y los cerdos; en la parte de afuera siempre los cocodrilos hacían de porteros. Fue allí donde por primera vez supo de la existencia del Loriló, Bertumeo afirmaba que lo enseñaría a escribir, solo necesita prepararle algunos aditamentos. Volvió a darle una larga chupada a su breva, así alejaba a los mosquitos.

La noche parecía descender en paracaídas. Bayamo reconoció la voz de Lázaro, que venía insultando al que caminaba delante con dos mochilas repletas. Le oye, éste es un chivato, nos seguía el rastro, desde hace días quería cazarlo. Lo interrumpe, yo lo conozco, es el Yara. El carcelero lo libera de la carga y Bayamo le estrecha la mano. Le oye, necesito ir al matojo, he caminado más de media legua sin parar y me duele la barriga. Mientras el fumador se sigue entreteniendo con sus bocanadas, los segundos están pasando. Vuelve a mirar hacia el trillo, y enseguida sale a buscarlo. Dando tumbos registra el contorno, se convence de su simpleza, En eso recuerda que debe relevar al compañero de guardia, y su mano aprieta más el fusil.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Martí no debería de morir

Autor: Nelson Alonso Ameijeiras.

En el planeta Tierra se dice que los siglos deben empezar cuando nace un hombre grande, -un campesino y comisario en el Escambray repite, que a veces ellos llegan jimaguas y hasta trillizos. Así que nuestro siglo XIX empezó el 28 de enero de l853, ese día nació José Julián Martí Pérez. Quizá por eso se apuró el tiempo.
Han pasado 42 años, los temporales de mayo se precipitan. Cerca de las once de la mañana del día diecinueve, la lluvia disminuía y el sol encandilaba. Las agitaciones empiezan a correr por el campamento de Dos Ríos. Un batallón enemigo los ha descubierto. Las cornetas cubanas repiten las órdenes, los mambises serpentean el combate. Martí, revólver en mano, monta en su caballo. El corcel se impacienta, espera que el jinete afloje la rienda. Relincha, hace cabriolas, su galope empieza a serruchar el viento. Los frenos lo detienen, el general Máximo Gómez ha llegado. Martí le oye, que no intervenga en el combate. La Revolución ha despertado, necesita de sus mejores guías. En ese momento, su deber es en la retaguardia. Silencio entre los dos hombres. Los jefes mambises se miran, sus oídos se atienden. En derredor los proyectiles causan dolor. El estratega repite la petición.
Martí ve partir al General Gómez, tanta impotencia sólo le sirve para sujetar las bridas. El caballo a ratos vira el pescuezo para mirarlo, relincha, las patas delanteras suben de picas, los belfos refunfuñan. Martí lo detiene, pero en una de las sacudidas se le incrusta el anillo en la articulación del anular. Está hecho del mismo hierro que una vez lo encadenó. Ante sus ojos aparece el primer combate, pero le niegan su participación, a él que ha preparado la guerra necesaria. ¡No puede creerlo! El ruego viene de Gómez, ellos dos firmaron el Manifiesto de Montecristi. El fragor del combate lo despierta, y ve los ojos del caballo. Recuerda el día que el General José Maceo le hizo el obsequio, y que le dio dos palmadas para presentarse. Los dos están amarrados a órdenes. Martí mira hacia el frente, le llegan las voces guerreras, el viento le acerca el olor a pólvora, el combate viene a buscarlo. En la tregua fecunda, organizó a Los Pinos Nuevos. A pocos días del desembarco, de un plumazo, fue nombrado general del Ejército Mambí. ¿Por qué ahora le niegan participar? Unos meses atrás, a causa de unos traidores perdieron parte de las armas, pero las que salvaron sirvieron para que Antonio Maceo desembarcara por Duaba. Dos Ríos debe ser su primer desafío. Afloja la rienda y el corcel se apura.
Las palmas reales baten sus penachos. ¿Qué hace Martí? ¡Dispara, dispara!, sus ayudantes intentan alcanzarlo. Los fusiles imperiales, rodilla en tierra corrigen la puntería, con una y otra andanada quieren detenerlo. Las palmas abanican más aprisa. Martí lo sabe, si es general debe entrar en combate, sus espuelas agitan al cuadrúpedo. ¡Va a traspasar el parapeto!
Las palmas ven todo, la sangre salpica la velocidad, sus penachos de tanto batir se deshojan. El caballo no siente el peso del jinete; se detiene y espera que el mambí se levante.
Semanas más tarde, el General Gómez, vuelve a Dos Ríos. La tropa lo escucha, “Aquí cayó en combate el general José Martí. Cada uno de nosotros recogerá una piedra, y para recordarlo formaremos una cruz sobre la tierra”. Los pensamientos se le arremolinaban. En tantos combates aprendió que hay hombres a los que no se les puede mandar, sino dejarlos hacer. Recibió su primera misiva sin haberlo conocido, le pedía que le hablara de los libertos de Yara, de Carlos Manuel de Céspedes. La recibió en República Dominicana, cuando su machete adornaba un rincón del cuarto. Ahora estaba convencido de que los sabios se precipitan para nacer. Mientras las piedras formaban la gigantesca cruz, los que estaban cerca le oían, “Martí no debería de morir”.

Llegar a Mompié.

Autor:Nelson Alonso Ameijerias.

Me alejaba de la valla por el trillo que bordeaba el marabú. La calle estaba a unos noventa pasos de mi albergue, un techo de diez metros por tres de ancho con un pedazo de pared al fondo que apenas detenía el aire de la madrugada. Oí el cornetín del bayo, tenía la maña de provocar a los otros gallos cuando se callaban en sus jaulas. Intenté ver entre las miles de rendijas que dejaban las hojas y las espinas. Acaso el cornetín del animal me alertaba. Acababa de ganarle un litigio a mi cerebro, y debía encontrar a Gustavo, pero no sabía dónde. Habían pasado tres o cuatro días desde la Huelga de Abril, quizás eran siete. Volvía a caminar, ese día lo encontraría. La madrugada que nos separamos en los límites del Diezmero le oí, que contactaríamos en la calle Pamplona en Luyano.
Seguro que no sumaban diez los días que habían pasado. La memoria me funcionaba a pedazos, me detuve al ver el avance lento de un automóvil. Desde su interior los ojos de cuatro individuos me acorralaban. Aparenté andar sin preocupaciones y apuré el paso, por instinto levanté el gancho de una reja y entré al portal. Antes de tocar la puerta se corrió, mi salvadora me llevó de la mano. Le escuché, asesinan a los jóvenes. Ensartó la escoba, fue hasta la acera y transcurrió un tiempo dudoso. Antes de marcharme le oí, cuídate hijo. Me impulse, tenía un día más para vivir.
Viajé al pasado de mis recuerdos. Meses antes de terminar el año 1957 Gustavo había llegado al reparto, y cojeaba a consecuencia del tiro que le dieron en los interrogatorios, pero su predica recorrió todo el Diezmero. Le oí a Gustavo, deja la pistola. Había estado en mi cintura desde la madrugada del nueve de abril. A las diez de la mañana el comercio del reparto estaba cerrado, sólo desobedeció una quincalla en la calle principal. Julio Cesar embalaba la moto. Entre la ventolera le oí, vamos a tener un chance de probar las cuarenta y cinco. El Bizco era un hombre experimentado, con la leyenda de haber escapado a tiros de los esbirros. Cuando la moto subió a la acera, salté. Gustavo y Angelito Plá ya salían, los seguía el propietario que se pasaba en excusas y cerraba las puertas. Julio Cesar sacó un creyón rojo, escribió varias veces, “Huelga General, M-26-7. Gustavo sabía quien era el policía que obligó a abrir la quincalla, uno bajito y regordete. A ese guarda jurado lo había neutralizado en otras ocasiones con unas pesetas. Le oímos a Julio Cesar, que iría a pedirle cuentas, sabía donde encontrarlo.
La Calzada de Diez de Octubre me pareció corta, ya estaba en Luyano. Desde la otra acera, una mirada triangular tropezaba con la mía. La figura se perdió detrás de una camioneta, y apareció retozona. Le oí, soy la hija donde entraste esta mañana. Quise ir a su encuentro. Cerca del contén pasó un perseguidor con su perturbadora sirena. Recordé a Julio Cesar, ante el peligro quieres huir, pero si lo enfrentas puedes vencer. La joven halaba mi deseo, pero mis pasos llevaban prisa.
En una de las entre calle de Pamplona vi doblar un automóvil. Los neumáticos se arrimaron al contén de la casa de mi abuela. Pero el carro volvía a deslizándose, y no debía gritar su nombre. Acaso la policía había fichado esa dirección. Corrí, y antes de llegar a la esquina golpee la parte trasera. Gustavo volteó el rostro.
Lo había encontrado por instinto. Le oí, qué han hecho, dónde están los demás de la familia. Quiso ir a Arroyo Apolo a ver a su hermana Mara. Le escuche, que no tenía contacto con Machaco, que andaba por Habana campo, y no podía esperarlo. Lo habían mandado a buscar para la reunión convocada por Fidel en Mompié. No me oía, yo también quería ir con él a La Sierra. Lo miré, vestía un traje azul acabado de sacar de la vidriera, a su lado un maletín de empresario. Al bajarnos en Arroyo Apolo le oí, que buscara a Machaco.
Dónde hallarlo, llevaba días en la búsqueda, la disciplina me obligaba. Cuando doblé en una esquina de la calle Pinar del río lo divisé a unos treinta metros. No lo había vuelto a ver desde que ajustició al policía rompe Huelga en el Diezmero. Machaco era espontáneo, colgó su mano de mi hombro y quise informarle. Pero le oí, que Gustavo cayó preso en Santiago de Cuba, lo torturaron hasta dejarlo ciego y loco.
En medio del tormento recordé su determinación de clandestino. Por sus venas fluían los hechos históricos. Todos atendíamos sus ideas, “la honradez no puede morir, la misión es desafiar a quienes han golpeado la constitución en confabulación con los yanqui, que todavía pretenden apoderarse de nuestra tierra. La libertad nos enrolaba, y va a morir mucha gente, pero aquí no se quedaran.

sábado, 18 de abril de 2009

La explosión de La Coubre: Un acto de terrorismo


Por: Haydeé Hernández Carrillo


Patria o Muerte" es la consigna asumida por los revolucionarios cubanos desde hace 42 años. Al pronunciarla, el pueblo expresa su convicción, su total disposición para defender sus conquistas. No por casualidad, esta frase fue expresada el 5 de marzo de 1960 al despedir el sepelio de las víctimas caídas como resultado de la explosión del barco francés La Coubre, en el puerto de La Habana. Este hecho terrorista, entre otros, formó parte de una campaña para desestabilizar a la naciente Revolución cubana, que aunque no había declarado su carácter socialista, ya de hecho lo tenía, porque así lo indicaban el contenido de las primeras medidas tomadas por nuestro gobierno.

El barco La Coubre lo capitaneaba George Dalmas y lo tripulaban 35 hombres; en él viajaban 2 pasajeros y había arribado procedente de Hamburgo, Bremen y Amberes. En la Ciudad de La Habana debía dejar 525 cajas de granadas y 938 de municiones, compradas con el aporte voluntario del pueblo, para ser utilizadas en su propia defensa. En la descarga, fueron tomadas todas las medidas de seguridad necesarias. En total, 57 estibadores, y varios oficiales y soldados del Ejército Rebelde serían los encargados de esta empresa. Muy poco duró el entusiasmo con que se estaba llevando a cabo esta labor, porque a las 3:15 de la tarde se produjo una explosión. Sin dudas, manos preparadas para el crimen habían colocado el dispositivo de la muerte.

Un testigo de aquel acontecimiento fue el capitán del Ejército Rebelde Juan Luis Rodríguez Infante (El Bayamés). ¿Dónde se encontraba usted cuando se produce la explosión? "En aquel momento yo me ocupaba de la jefatura de la 14 estación de policía ubicada en Arroyo Naranjo, e iba ese día para La Habana en un carro de la patrulla. Me acompañaba mi sobrino Heriberto Tamayo. Estábamos en Infanta y Carlos III cuando se produjo la primera explosión. Fue tan grande que hizo temblar el tendido eléctrico. Pensé que era un sabotaje en la compañía eléctrica de Tallapiedra y hacia allí me dirigí. Al llegar me di cuenta de que un barco estaba incendiado. Sólo se veía una llamarada. Dejé el carro y me dirigí al lugar de los hechos. "Ayudé a los bomberos, trataba de dar ánimo. Recuerdo que recogí una pierna y muy cerca estaba ya sin vida el cuerpo al que pertenecía. Hubo un instante en que miré y vi un camión cargado de armas más o menos a cinco metros, que estaba cogiendo candela. Logré agrupar a 7 u 8 compañeros y tratamos de tirarlo para el mar.
"Cuando tuvo lugar la segunda explosión yo y otros de los compañeros que me acompañaban resultamos heridos, aquello fue tremendo, hubo muchas víctimas en ese atentado terrorista orquestado por el gobierno norteamericano, en mi caso particular perdí una pierna y aunque este dolor me ha acompañado durante toda la vida , me queda la satisfacción de que haya sido en cumplimiento del deber moral que tenía con mis conciudadanos, también miembros del pueblo cubano"
Afirma Rodriguez Infante que "la solidaridad es uno de los sentimientos más dignos de la especie humana, nosostros los cubanos la hemos practicado siempre y espero que mi caso particular sirva de ejemplo para las nuevas generaciones, y ten por seguro que de tener lugar otro siniestro , yo acudiré a defender la Revolución".

viernes, 17 de abril de 2009

De la novela: TUMBAS DE ARENA. (Capitulo 43)

Por: Nelson Alonso Ameijeiras.

Luisa creía que la velocidad transformaba la carretera en un hilo. La aguja del cuenta millas se acercaba a los 160 kilómetros. La Mora afincaba su pie en el acelerador, pensaba que así dejaría atrás los inconvenientes. Después del escape no habían vuelto a hablar. Luisa se embutía en el asiento y aferraba las dos manos a la pizarra. Pensaba que la otra debería aminorar el apuro, encontró el pretexto y le propuso que parara, mejor sería colocar la bandera de la cruz roja. La Mora suspiró y su pie disminuyó la presión sobre el pedal. Las revoluciones del motor se acompasaban, la carrocería traqueteaba menos, y la vista se acomodaba. El pie brincó hacia el pedal de los frenos. Los neumáticos cepillaron por fuera del terraplén, una de las ruedas traseras hamaqueó por la cuneta. Le molestó cometer aquella paragüería. Aprisa, se disputaban la bandera, cada una cogió dos puntas. No habían decidido si la pondrían sobre el techo o en el capo, de tan nerviosas que estaban empezaron a reír. El instinto las hizo amarrar cada soga en los extremos de la defensa delantera, esa identificación les daría vía libre, la tercera punta la ataron a la emergencia del freno y la última del porta guante. La conductora arrancó sin dar margen a que su amiga se acomodara en el asiento. Luisa le advirtió que seguramente en Pálpite había mucha milicia, lo mejor sería que manejara despacio. La Mora puso la segunda, y rápido la tercera. El pisicorre cancaneó, volvía a cometer los errores del aprendiz y tuvo que regresar a la velocidad anterior. Los tirones columpiaban el cuerpo de Luisa que poco a poco volvía a pensar en Canao. La madre le había asegurado que fue un niño risueño y un mal día cambió, de forma enfática les pedía que no intimaran antes del casamiento, y trataron de cumplir la promesa que le hicieron antes de ella morir. En el hueco de una escalera poco les falto para incumplirla, pero su prima hermana y el cabo batistiano abochornaron la pureza de sus ilusiones. El casamiento estaba fijado para el 7 de julio en Pinar del Río, con Guagüero y Mujer de padrinos, lo celebrarían junto al cumpleaños del abuelo. El miedo al sexo había quedado atrás, el deseo los inquietaba, ninguno de los dos retrocedía, después se dormían entre suspiros. Escuchó a la Mora, que si se estaba recreando con musarañas sexuales; en ese caso le haría un test mental al final de la guerra. Habían pasado por Pálpite y ni se había enterado.

También habían dejado atrás a Playa Larga y empezaban a insertarse en los ruidos de la guerra. Luisa le escuchó, ponte la boina para que vean que somos milicianas, y fíjate en los rostros de los hombres, nuestra escuadra debe estar por aquí. De nuevo adelantaba el auto, a poca distancia unos milicianos le hacían señales de parar.

Las puertas laterales se abrieron, y acomodaron a dos heridos. Luisa desde la parte de atrás ayudó a que entraran a otro. La indecisión turbó a la Mora por unos segundos, pero enseguida se apropió del verdadero sentido de la bandera de la cruz roja. Los milicianos le hacían señales de girar en redondo, y se apartaban para facilitarle la maniobra. Apurada trataba de doblar, al dar marcha atrás su defensa impactó con la de un camión. Las alarmas de Luisa la atormentaba, las manos se le enredaban en el timón. El motor hacia intentos de apagarse, y dando tirones pudo nivelar en dirección contraria. Le oyó a Luisa, ¡apúrate por tu madre, sal de aquí, hay que buscar un hospital!

De la Novela : TUMBAS DE ARENA. (Capitulo 39)

Por: Nelson Alonso Ameijeiras

Cuando la Mora consideró que había apretado suficiente la tuerca, fue a comprobar el arranque, y seguía muerto; lo más sensato sería apretarla más. En todo el pisicorre no aparecía una herramienta. Luisa, recostada al guardafango, movía sus presentimientos sin darles descanso; llevaban muchas horas en el intento de salir hacia Girón. La fuerza de las dos juntas no había alcanzado para encarrilar el viaje. Una de sus tías, la espiritista, la había preparado para luchar; muchas veces le repitió, si tu hombre está en peligro sigue detrás de él, el necesita de tu energía. Quizá por eso los dedos de Luisa también empezaron a apretar la tuerca. La Mora quiso requintarla más, y de un resbalón se partió una uña. Un desconsuelo se apodero de ella, su mamá siempre le decía que las manos mostraban la delicadeza de la mujer; cuando puso los cinco dedos de paraban se los vio sucios, llenos de grasa, hasta el antebrazo se le había ennegrecido; para aligerarse de culpas le achacó algunas a la inutilidad de la amiga. Luisa identificó su mirada, le conocía la soberbia. La Mora le oyó, que buscara un alicate, si no quería quedarse mocha. La Mora escondió la mano y corrió al interior del vehículo; desanudo la gamuza de la caña del timón y empezó a frotarse las manos y los brazos; levantó la cabeza para mirarse en el retrovisor: su nariz se achataba, las puntas de los cabellos se le pegaban en la frente, los ojos se le abrieron y los vio enrojecido. Ahora parecía hacerle un pedido secreto al espejito. Al momento bajó del carro más dispuesta, tal si le hubieran concedido el deseo; empezó a caminar rumbo al Central. A pocos pasos una galopada que terminó en medio de las dos, hizo que se detuviera; para molestar a Luisa le dijo que a la suerte no había que salir a buscarla si un hombre estaba dispuesto a complacerla; Cuidador llegaba de auxilio en el momento preciso. El caballo temblaba por la carrera. Luisa sujetaba las riendas, y para tranquilizarlo le pasaba la mano por la crin; una esperanzadora tentación la asaltó; la bestia era un transporte seguro, pero tenía atravesada a la amiga. A través del parabrisas, la Mora le hacía señas para que se acercara; bajito le dijo que mejor les iría si aguantaba las riendas de Cuidador. Luisa usó el mismo tono para advertirle que si el auto seguía roto, se iría sola en el caballo. La risa de la Mora alborotaba; la posibilidad real de llegar era el pisicorre y la bandera de la cruz roja. Seguía con la burla. Luisa la oía, que los hombres tímidos pierden mucho tiempo en quitarse el calzoncillo delante de la amada. Escucharon a Cuidador, que la pinza no era apropiada para apretar. Lo vieron aparecer delante del parabrisas, que pusiera el motor en marcha. Unas pequeñas explosiones movieron los pistones que se estabilizó en pocos segundos. La Mora pisaba el acelerador para estabilizar la potencia. Luisa se apuró para subir. Le oyeron a Cuidador, que no movieran el autor, las llamaban del Central. La chofer emprendió acciones contrarias, movió el vehículo hasta estacionarlo en la carretera, y esperó sin apagar el motor. Desconfiado paró el impulso contra la carrocería, traía el recado de siempre: ir urgente a la oficina del Capitán. La Mora le hizo un guiño a Luisa, y volvió a mirar al recién llegado para decirle que hoy él sería muy buenito, que le diría al Capitán que no las había visto. De forma insistente le preguntó si había entendido bien. Las manos de Desconfiado se aferraron a la ventanilla. La Mora le obsequiaba una mueca, al mismo tiempo soltaba el cloche, y el pisicorre salió embalado. Lo detuvo a diez metros, y sacó la cabeza. Oye, Desconfiado, mejor le dices al jefe que nos fuimos para el borde delantero del combate. ¡Ve! ¡Vete! ¡Apúrate!

De la Novela : TUMBAS DE ARENA. (Capitulo 39)

lunes, 13 de abril de 2009

Primitiva.

Por: Nelson Alonso Ameijeiras

Primitiva no se acostumbraba al ruido de La Habana. Volvió a extender la mirada entre las tablillas. Desde la ventana de un octavo piso oía, ¡Revolución, Revolución! No eran como los de días anteriores, ¡a cogerlo, es un batistiano!, o el tiroteo desde balcones y azoteas. Tampoco su mirada se acostumbraba a la altura. Los camiones y autos llenos de gente apoyaban con gritos. Contaba los días que llevaba en espera de su cliente, había perdido la cuenta, ¡sería un mes y pico! La había contratado en Flor Fina para celebrar el fin de año en su apartamento de soltero en la ciudad. Hubiera preferido no hacer ese viaje, la luna menguante estaba próxima y le daba mala suerte. Hasta podía sucederle una desgracia por la carretera con esa luna de gato, por eso se la pasó espiándola. Fina le insistió, era su mejor cliente. Pero el oráculo estaba en su contra, para más era miércoles, con eso no jugaba. En medio de la algarabía de la ciudad se asustaba, sólo había bajado tres veces del apartamento, y usó la escalera para evitar miraditas.

Recordó que antes de salir de Flor Fina la suerte quiso socorrerla. El automóvil cancaneó, pero ya su luna llena se debilitaba, había aparecido el 26 de diciembre de 1958. Intentaba retrasar el viaje a la Capital cuando le oyó a Fina, que viajaría con ese hombre o recogía la ropa y regresara a su pueblo. No le importó que fuera la más cotizada. Escuchó el recado que Fina le daba a uno de sus empleados, que fuera al caserío El Lagartijo, y le trajera al mecánico. Quedó pensativa, le pagaría al recadero para que no le avisara a Toraño, aunque ya le daba espuela al caballo, de todas formas corrió por un costado de la casa. Le volvió a llegar el ruido del cancaneo del motor, su cliente Peraza se desesperaba. A ella le molestó la mirada de la dueña, le señalaba que no se alejara de su enamorado. Caminó en dirección a la barra del bar para aliviar su espíritu.

Hasta Primitiva llegó el sonido de los cascos del caballo, al volverse vio a Flor que corría en dirección al jinete. Enseguida empezó a secretearle, mientras él sacaba las herramientas de las alforjas. Intensificó la mirada hasta que lo obligar a verla, y el sombrero de guano aleteó de colibrí para saludarla. Le oyó a Fina, que se apurara, un amigo de la casa quería pasar el fin de año en La Habana.

Primitiva movió las persianas con el deseo de quitarse ese estorbo de la mente. Volvió a observar el teléfono, había acordado con Peraza que despedirían el año en la casa de unos amigos, y salir después para Varadero. Pero al salir del baño escuchó a Peraza que hablaba por teléfono con el padre, que le exigía fuera a verlo de inmediato. La réplica seguía, le escuchó a Peraza, ¡que el presidente se fue!, ¡que Batista se fue, el del tiro en el directo! Después vio su descontrol. A los minutos, casi en secreto le oyó, que volvería pronto.

Había vuelto la fase de luna llena y seguía sin aparecer, ni mandaba la paga. Aquel aparato quedó mudo, sólo entraron dos o tres llamadas equivocadas. El día de la fase de luna no fue al trabajo de su amiga. Ahora se molestaba por hacerle caso a Peraza, que Bernal y Crespo era un bayú de baja categoría, y más se molestaba al saber que estaba a ocho cuadras del apartamento, y volvía a recordar las palabras de Peraza, allí iban a parar las putas desahuciadas. Qué hacer en La Habana, tendría que abandonar el apartamento, y corrió hacía el espejo para maquillarse.

Estaba sudada, cuántas cuadras había caminado por la calle San Lázaro, le parecía una legua o más, porque Galeano la caminó rápido. Se paró frente a la Universidad, su padre soñaba con verla graduase allí, pero salir de Pinar del Río con un bachiller fue bastante, además, su padre murió antes de que terminara de estudiar. Después llegó un habanero que le prometió llevarla para la urbe y amaneció con otro sujeto sobre ella. Le debía mucho a Flor Fina, la puso a vivir de mujer independiente sin un proxeneta acuesta. Tuvo deseos de volver, si sacaba un pasaje esa noche dormiría en su cuarto. Empezó a chocar con la gente, los rebeldes con sus melenas, barbas y fusiles eran los artistas de cine. Siguió por la calle L, se detuvo frente al Hotel Hilton. Recordó que estuvo allí con Peraza, la invitó a unos traguitos en el bar, se sintió una reina al entrar, los escalones la llevaron a unas puertas que se abrieron sin que nadie las tocara. Ahora los alrededores estaban repletos, las muchachas seguían a la pesca de los barbudos para llenar sus autógrafos. Quedó quieta, un capitán rebelde escribía sobre una libretita con la puerta del auto abierta y un pie apoyado en el estribo. Caminó hasta acercársele, el pelo le caía en los hombros y la barba negra la tenía llena de caracoles. En qué tiempo se fue al monte para traer los grados de capitán. Una tras otra las muchachas le rogaban una firma. Se acercó más, lo vio ponerse el sombrero de paño. Le escucharon a una de las jóvenes, que habían llegado el Che y Camilo. Para donde se movía oía, que Fidel estaba al bajar. El capitán terminó de firmar, la gente se entremezclaba, las miradas de Primitiva y Toraño se toparon, el molote los barajaba, ella dejó que la gente la apartara. Lo vio caminar en busca de ella, y hasta tocarle los hombros a una muchacha equivocadamente, y tuvo que firmar un autógrafo. Ahora lo miraba a través de los cristales. Aquel guajiro que Flor Fina tenía engañado para que le arreglara la plomería y las cubiertas, y cuanto problema que surgieran en aquel edificio en medio del monte. Primitiva lo sabía por Flor, él le pedía estar con ella, que pagaría doble. Pero ella recelaba de los guajiros enamorados, era mejor tenerlo embelezado por un tiempo. Ahora la buscaba, lo veía subir las escaleras del salón, husmeaba, bajaba rápidamente y salía del hotel. Fue a recostarse a su auto. Lo vio que volvía a precipitarse hacia las puertas del hotel y tuvo intenciones de llamarlo. Pero Flor le había exigido que no tuviera nada con él, había hombres ricos que les gustaban el tipo de mujer que era ella. Sonrió, Toraño era un tonto. Volvió a mirarlo, se quedaba allí igual a cuando Fina lo espantaba al empezar de la noche. Le oyó a una muchacha, que si la podía adelantar, y zigzagueo para dejarse ver por el parabrisas.

Toraño la observó y aceleró el motor. Otro auto se le adelantó para coger la vía. ¡Era Primitiva! La vio perderse al doblar de las vidrieras. El corazón se le revolcó. Le correteó al chofer de alante. No podía perderla, estaba en La Habana porque salió detrás de ella en la madrugada del primero de Enero del 59. Pisó el acelerador y al salir a la calle 23 la vio en la acera. Cepillaba los neumáticos al contén. Ella le oyó, que le podía dar un impulso. Se miraron, y Toraño ladeó el cuerpo y abrió la puerta. Al sentarse le escuchó, ¡alabado!, capitán del ejército rebelde. Él aceleró la marcha y estuvieron en silencio. Las maniobras los sacaron por la avenida del malecón. Toraño escuchó, que si podía parar, quería mirar el mar.

Empezaron a caminar, después de una larga caminata Primitiva le escuchó, que él llegó al amanecer en un camión de maíz que iba para el Mercado Único, arriba de aquellas mazorcas sólo pensaba en ella. Toraño le oyó, así que se iba con un hombre y él la perseguía para quitársela. Ella sabía como tratar a los hombres, y también sonreír cuando hacia falta. Lo miró atentamente al escucharle, yo vine a buscarte, cuando puse los pies en la primera calle de la ciudad, y ya amanecía, la gente salía a las calles, lo que había hecho era una locura, había sentido unos disparos, quería que me mataran, la gente rompía los parquímetros, el tiroteo aumentaba, había mucha bulla, allá hay un esbirro y corrían, y los sofocos se iban hacia allá, yo también corrí, no por coger a nadie, si no para que me mataran, allí fue donde cogí esta ametralladora, se le quite a un esbirro, los primeros tiros ni me asustaron porque ya estaba muerto desde que subí en aquel camión lleno de maíz. Primitiva no dejaba de observarlo, recordaba las enseñanzas de Flor, cuidado con ese campesino que puede hacer cualquier cosa por ti. Pero los muertos de hambre no pueden tener mujeres bellas. Se miraron, la vio fijarse en sus grados militares. Le escuchó, esos me los dio otro igual que yo, pero él se puso una estrella, pero ese tipo es dueño de almacenes, y ser comandante barbudo y admirado por la gente es más que ser el dueño de un banco. Hace unos día la policía revolucionaria lo había afeitado y pelado con advertencia. Le escuchó a Primitiva, que si esperaba que le hicieran lo mismo. De pronto sus rostros se acercaron. Después ella oyó el susurro, por que no empezaban a vivir juntos en La Habana, ya conocía dos paraderos de ómnibus que necesitaban mecánico, sólo tenía que quitarse la barba y el pelo. Sin saber se apretaron. Le oyó, que por el momento podían estar en el apartamento. Se zafó y se acercó al automóvil, después de abrir el maletero y esconder la ametralladora y cerrar el auto con llave y lanzarlas hacia el mar, cuando quiso hacer lo mismo con el collar de semillas, ella se lo arrebató. Empezaron a caminar apretados. Toraño le oyó, que cada vez que luna llena saliera él debía apretujarla.

Habían pasado los dos primeros años de Revolución, querían tener un hijo y los médicos la tenían a su cuidado, pero hacía unos días Toraño estaba desaparecido, también de su trabajo, desde el desembarco mercenario en Playa Girón en su batallón lo daban por desertor, aquellos quince día los pasó muy mal en su trabajo: La Casa de los Tres kilos, una amiga, la cajera Berta, la invitaba a cada rato a su casa y allí pasaban horas, sólo llegaba tarde para olvidar aquel hombre que había desaparecido, ya se había arrepentido de haberse casado con una prostituta. Cuando el elevador paró en su piso vio a través del cristal su sala iluminada, juraba que esa bombilla desde que Toraño desapareció jamás la encendió, antes que su llave abriera la puerta, del otro lado manipularon el llavín. Él la haló y ella dejó el cuerpo flácido. Le oyó, que acababa de llegar de Playa Girón. Rabiosa se zafó. Ellos se habían jurado no mentirse. Él reía, venía de combatir, de limpiar la ciénaga de bandidos. Le escuchó, que estaba bueno de mentiras, en su batallón lo daban por desertor. Él juraba que todo se arreglaría, que como su batallón se iba a quedar en La Habana él se fue solo para Girón. Quedó en silencio, nunca le preguntó a los compañeros cuál era el número de esa unidad, podía inventarle un dato falso, pero no quería, seguía callado, pero los insultos lo estaban sublevando. Escuchó, igual que la madrugada del primero de enero del 59. Ella le escuchó, no, no, no ves que huelo a cocodrilo. Primitiva corrió hacia la cocina para no insultarlo y recordó que era luna llena.

Cuando Toraño le oía a Primitiva, si mi capitán, se aturdía, ya habían pasado nueve años, y su participación en Playa Girón, no le quitaba la manía, aunque se había cambiado de batallón porque de jefe de compañía lo dejaron en miliciano, pero en el taller de mecánica seguía siendo jefe de patio. Primitiva le cambió el tono para complacerlo, que olvidara sus sueños, que él en la crisis de los misiles había estado donde muchos combatientes no pudieron, lo conocía, seguro la estaba preparando para algo. Le escuchó, que estaban reuniendo a los batallones que pelearon en Girón para entregarles las medallas. Primitiva se violentó, que manía esa, no fuiste a Girón y se acabó, pero estuviste muy cerca de la guerra atómica. Le asombró escucharle, que en esos enfrentamientos, si los adversarios tienen cohetes atómicos sería una locura de quien se atreva a lanzar el primero. Lo de Toraño no tenía tratamiento, volvía a injertarse en las epopeyas. Que locura.

Primitiva llegó a la casa de su amiga Berta, estaba un poco fuera de sí, y se alegró de no ser la última. Le desagradó tener que seguir para la casa de la hermana, que vivía a dos cuadras de allí, pues a veces Toraño pasaba a recogerla, además, estaban estudiando para los exámenes de ingreso en la Universidad, y aunque esa familia había llegado de Cienfuegos hacía dos meses seguían con el apartamento patas arriba y los tres muchachos se la pasaban zumbando sobre ellas. El varoncito se le subió en las piernas con un cuadro en la mano, con el índice le indicaba que ese era su papa. Era un recorte de periódico que amarilleaba a pesar de estar protegido por un cristal. Al observarla fijó la mirada en el rostro de otro miliciano. Empezó a hacerle señas a Luisa sin poder hablar. La amiga la miró, creía que jugaba con el niño. Le escucharon, ¿tu esposo está aquí? Le oyó, que si, que era una parte de la escuadra de Migue en Playa Girón después de los combates. Al escuchar su nombre el padre salió a regañar a los niños. Primitiva le señalaba a uno de los combatientes. Oyó, ese miliciano se nos arrimó antes de tomar Girón, el jefe de compañía lo asignó a nuestra escuadra y le decíamos el Pegao. En el combate siempre estaba alante, parecía un capitán de La Sierra, y Dios sabe si en verdad lo era. En la captura de mercenarios dentro de la ciénaga nos hicimos más amigos. Cuando empezamos a atraparlos disfrazados de campesinos nos juraban que venían de cocineros. Nosotros reíamos al oírle al Pegao, si, si, de cocineros para sancocharnos.

Primitiva apretó el cuadro contra su pecho. El niño le oyó unos quejidos y se bajó asustado. Ella corrió hacia la puerta y salió. Oyeron al niño, se robó a mi papá.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Mara

Por : Nelson Alonso Ameijeiras
Mara levantó la cabeza y miró a través de la ventana. Ahora vivía cerca del malecón. Por cuántas viviendas pasó después de la Huelga del 9 de abril, Luyano, Arroyo Apolo, San Francisco de Paula y volvió a Luyano. Este salón era espacioso, en la reunión se encontraban compañeros del último grupo que regresó de Angola. Quince años antes lo había hecho uno de sus hijos de la camada mayor, fue para ayudar a Neto y evitar que el apartheid y los yanquis se apoderaran de Luanda. Años después fue su hermano Efigenio con otro de sus hijos mayores. Ahora regresaba uno de los más jóvenes, hablaba de Kuito. Ese nombre se lo sabía de memoria, Fidel había explicado la campaña de los internacionalistas, y que de allí sólo traería a los cubanos caídos. Esta reunión escandalosa la aturdía, todos querían ser oídos y no tenían audiencia, las del reparto Diezmero si tenían mesura. Interrumpió los grandes combates, oyó, que si era domingo, que se estuviera quieta. Caminó hacia la venta y se recostó en el marco. Veía el mar y recordó a su hermano Gustavo, lo habían torturado y tirado a los tiburones, fue después de La Huelga cuando se iba para la sierra Maestra. Creyó que una ola le había salpicado el rostro y se viró hacia el salón. Allá en el Diezmero pocas veces se interrumpían, las voces de de su marido y Gustavo se imponían, a veces el vozarrón de Machaco intervenía y volvía a atender porque tenía un corazón de santo. La entristeció recordarlo, apenas faltaban cincuenta días para el triunfo de la revolución cuando los batistianos lo balearon toda una madrugada.

Las llamas expandían el olor dulzón, la harina borboteaba. Mara arrastraba los globos con una espumadera. Uno de sus hijos se le acercó para ayudarla con un tenedor. Ella interpuso su codo y miró hacia la otra esquina de la cocina. Otro de ellos arrimado a la mesa picaba un pedazo de calabaza. Le oyó, que no le quitara la cáscara, ahí estaba la medicina. Uno de los mayores llegó con la radio al hombro, eran las doce del día, la hora del episodio de Los Tres Villalobos. Oyeron a Mara, que lo pusieran bajito, así gastaba menos. El vecino Fernando le había pasado un cable eléctrico para que tuvieran luz por la noche, le pagaría lavándole la ropa. Llevaban una semana sin electricidad, su hermano Machaco antes de irse le había prometido que le traería el dinero. Volvió a regañar a su ayudante, que casi despeluzaba la vianda. Los dedos del joven movían el botón del dial. Todos escucharon, aagua, aaagua, -en medio del llanto de un niño y después al locutor-, unos se lo piden a Dios, otros al Alcalde, yo se la pido a Santa Ana y no tengo problemas, agua Santa Ana, cuarenta y cinco centavos el botellón. La madre sonrió y se hizo cargo de la cocina. Cada día sus tres hijos más pequeños imitaban ese llanto y los grandes se ponían orejudos para no perderse ni un detalle de la aventura. Ninguno de los tres más chiquito llegaba a los seis años, ni a los trece los tres mayores. El padre había salido en busca de trabajo, pasaría por un chinchal, y si le dejaban torcer unos tabacos ganaría unas pesetas. Chasqueó la lengua, su esposo no tenía remedio, veinte días atrás trabajó tres semanas en la fábrica de tabacos Partagas. Era un artista en la terminación de los puros, aunque debía apurarse para completar ciento cincuenta brevas en una jornada. A su tercer día en la fábrica a los trabajadores los llamaba camarada, la palabrita de los comunistas, también le propuso al sindicato que el lector incluyera textos de la Historia de Cuba. El capataz se lo fijó en las pupilas. El compañero que le había conseguido la plaza le oyó, que era una lastima, un tabaquero fino metido en esos chanchullos. La pitanza siguió de largo y a su concuña le dio un sambenito, eso demostraba que no pensaba ni en los hijos, lo había adivinado, toda la vida sería un muerto de hambre, le molestaba pertenecer a la aristocracia obrera. Mara volvió a chasquear la lengua. Los hijos oyeron su pensamiento, ¡ah!, ella aprendió de clases sociales alargando las orejas cuando pasaba por nuestra sala. Rápido apartó esas preocupaciones, después del golpe de estado de Batista, además de hambre había represión.
El episodio de Los Tres Villalobos había terminado y sus hijos seguían relamiendo los platos. Los dos más chiquitos sacaron los caballos de cujes que habían recostados detrás de la puerta de la cocina, hacían cabriolas y se aferraban a las riendas. Mara oía la discusión, que yo soy Rodolfo Villalobos. Fue alertada por unos toques en la puerta, pero los jinetes llegaron primero. Dos mujeres del patronato del reparto le entregaban una tarjeta. Las observó, se aproximaba la primera nochebuena después del ataque al Moncada. El tirano repartía algunas papeletas para que los menesterosos recogieran en el palacio presidencial una javita con dos libras de arroz, una de frijoles, un poco de manteca y otras provisiones. Tranquila estrujó el vale y le encargó a uno de los caballistas que lo tirara en la corriente del río.
Volvió a escuchar, si, vieja, es domingo. Fue en busca de su butaca y mientras avanzaba borraba las musarañas de los discursantes. Retrocedió su pensamiento a una noche en el mes de mayo, en la casita de madera con techo de dos aguas donde también se alojaba la primavera. Llegó su hermano Juan Manuel acompañado de Abel Santamaría. Venían de Pinar del Río y del automóvil bajaron las cajas de cartón. Le oyó, que necesitaban guardarlas allí unos días. Les indicó que las pusieran debajo de la mesa de torcer tabaco. Escuchó, que allí no, era ropa nueva, el polvo y la picadura podían mancharlas. Otro lugar era debajo de la cama, el bastidor tenía patas altas. Atendió, que se trataba de trajes militares. Acaso ellos les hacían la competencia a los vendedores turcos. Después lo supo, sirvieron para vestir al grupo de jóvenes armados que atacó el cuartel Moncada. Así enfrentaban a Batista, el usurpador de la constitución. La acción fracasó y la radio informaba los nombres de los sobrevivientes. El corazón se le aceleró al oír, que Juan Almeida estaba entre los presos. De seguro era su hermano Juan Manuel. Sonrió y quedó pensativa. La quilla del Granma surcaba los mares, entre los expedicionarios también venía su hermano Efigenio. Al fin se iniciaba una guerrilla como tanto lo quería Gustavo. Hasta su marido lo comprendió, y eso que era un luchador de otro estilo. Volvió a entristecerla su rápida salida del Diezmero, apenas pudo llevarse la ropa. Un día después su hermano Nene fue capturado y llevado a presidio.
Mara se paró de la butaca. Oyeron su alarma, la engañaban con el cuento de que era domingo y después, de que era martes. Uno de los hijos mayores volvió a sentarla. Ella sintió como le contaba los cabellos. Le oyó, que todavía le quedaban algunos mechones negros. La misma voz se alargó hacia la cocina, ya era la una de la tarde, y si a la vieja se le pasaba la hora de almorzar volvería a esperar a la del día siguiente. Entre las risas ella elevó su energía por encima del hijo. Le escucharon, todos ustedes son unos revoltosos.