sábado, 18 de abril de 2009

La explosión de La Coubre: Un acto de terrorismo


Por: Haydeé Hernández Carrillo


Patria o Muerte" es la consigna asumida por los revolucionarios cubanos desde hace 42 años. Al pronunciarla, el pueblo expresa su convicción, su total disposición para defender sus conquistas. No por casualidad, esta frase fue expresada el 5 de marzo de 1960 al despedir el sepelio de las víctimas caídas como resultado de la explosión del barco francés La Coubre, en el puerto de La Habana. Este hecho terrorista, entre otros, formó parte de una campaña para desestabilizar a la naciente Revolución cubana, que aunque no había declarado su carácter socialista, ya de hecho lo tenía, porque así lo indicaban el contenido de las primeras medidas tomadas por nuestro gobierno.

El barco La Coubre lo capitaneaba George Dalmas y lo tripulaban 35 hombres; en él viajaban 2 pasajeros y había arribado procedente de Hamburgo, Bremen y Amberes. En la Ciudad de La Habana debía dejar 525 cajas de granadas y 938 de municiones, compradas con el aporte voluntario del pueblo, para ser utilizadas en su propia defensa. En la descarga, fueron tomadas todas las medidas de seguridad necesarias. En total, 57 estibadores, y varios oficiales y soldados del Ejército Rebelde serían los encargados de esta empresa. Muy poco duró el entusiasmo con que se estaba llevando a cabo esta labor, porque a las 3:15 de la tarde se produjo una explosión. Sin dudas, manos preparadas para el crimen habían colocado el dispositivo de la muerte.

Un testigo de aquel acontecimiento fue el capitán del Ejército Rebelde Juan Luis Rodríguez Infante (El Bayamés). ¿Dónde se encontraba usted cuando se produce la explosión? "En aquel momento yo me ocupaba de la jefatura de la 14 estación de policía ubicada en Arroyo Naranjo, e iba ese día para La Habana en un carro de la patrulla. Me acompañaba mi sobrino Heriberto Tamayo. Estábamos en Infanta y Carlos III cuando se produjo la primera explosión. Fue tan grande que hizo temblar el tendido eléctrico. Pensé que era un sabotaje en la compañía eléctrica de Tallapiedra y hacia allí me dirigí. Al llegar me di cuenta de que un barco estaba incendiado. Sólo se veía una llamarada. Dejé el carro y me dirigí al lugar de los hechos. "Ayudé a los bomberos, trataba de dar ánimo. Recuerdo que recogí una pierna y muy cerca estaba ya sin vida el cuerpo al que pertenecía. Hubo un instante en que miré y vi un camión cargado de armas más o menos a cinco metros, que estaba cogiendo candela. Logré agrupar a 7 u 8 compañeros y tratamos de tirarlo para el mar.
"Cuando tuvo lugar la segunda explosión yo y otros de los compañeros que me acompañaban resultamos heridos, aquello fue tremendo, hubo muchas víctimas en ese atentado terrorista orquestado por el gobierno norteamericano, en mi caso particular perdí una pierna y aunque este dolor me ha acompañado durante toda la vida , me queda la satisfacción de que haya sido en cumplimiento del deber moral que tenía con mis conciudadanos, también miembros del pueblo cubano"
Afirma Rodriguez Infante que "la solidaridad es uno de los sentimientos más dignos de la especie humana, nosostros los cubanos la hemos practicado siempre y espero que mi caso particular sirva de ejemplo para las nuevas generaciones, y ten por seguro que de tener lugar otro siniestro , yo acudiré a defender la Revolución".

viernes, 17 de abril de 2009

De la novela: TUMBAS DE ARENA. (Capitulo 43)

Por: Nelson Alonso Ameijeiras.

Luisa creía que la velocidad transformaba la carretera en un hilo. La aguja del cuenta millas se acercaba a los 160 kilómetros. La Mora afincaba su pie en el acelerador, pensaba que así dejaría atrás los inconvenientes. Después del escape no habían vuelto a hablar. Luisa se embutía en el asiento y aferraba las dos manos a la pizarra. Pensaba que la otra debería aminorar el apuro, encontró el pretexto y le propuso que parara, mejor sería colocar la bandera de la cruz roja. La Mora suspiró y su pie disminuyó la presión sobre el pedal. Las revoluciones del motor se acompasaban, la carrocería traqueteaba menos, y la vista se acomodaba. El pie brincó hacia el pedal de los frenos. Los neumáticos cepillaron por fuera del terraplén, una de las ruedas traseras hamaqueó por la cuneta. Le molestó cometer aquella paragüería. Aprisa, se disputaban la bandera, cada una cogió dos puntas. No habían decidido si la pondrían sobre el techo o en el capo, de tan nerviosas que estaban empezaron a reír. El instinto las hizo amarrar cada soga en los extremos de la defensa delantera, esa identificación les daría vía libre, la tercera punta la ataron a la emergencia del freno y la última del porta guante. La conductora arrancó sin dar margen a que su amiga se acomodara en el asiento. Luisa le advirtió que seguramente en Pálpite había mucha milicia, lo mejor sería que manejara despacio. La Mora puso la segunda, y rápido la tercera. El pisicorre cancaneó, volvía a cometer los errores del aprendiz y tuvo que regresar a la velocidad anterior. Los tirones columpiaban el cuerpo de Luisa que poco a poco volvía a pensar en Canao. La madre le había asegurado que fue un niño risueño y un mal día cambió, de forma enfática les pedía que no intimaran antes del casamiento, y trataron de cumplir la promesa que le hicieron antes de ella morir. En el hueco de una escalera poco les falto para incumplirla, pero su prima hermana y el cabo batistiano abochornaron la pureza de sus ilusiones. El casamiento estaba fijado para el 7 de julio en Pinar del Río, con Guagüero y Mujer de padrinos, lo celebrarían junto al cumpleaños del abuelo. El miedo al sexo había quedado atrás, el deseo los inquietaba, ninguno de los dos retrocedía, después se dormían entre suspiros. Escuchó a la Mora, que si se estaba recreando con musarañas sexuales; en ese caso le haría un test mental al final de la guerra. Habían pasado por Pálpite y ni se había enterado.

También habían dejado atrás a Playa Larga y empezaban a insertarse en los ruidos de la guerra. Luisa le escuchó, ponte la boina para que vean que somos milicianas, y fíjate en los rostros de los hombres, nuestra escuadra debe estar por aquí. De nuevo adelantaba el auto, a poca distancia unos milicianos le hacían señales de parar.

Las puertas laterales se abrieron, y acomodaron a dos heridos. Luisa desde la parte de atrás ayudó a que entraran a otro. La indecisión turbó a la Mora por unos segundos, pero enseguida se apropió del verdadero sentido de la bandera de la cruz roja. Los milicianos le hacían señales de girar en redondo, y se apartaban para facilitarle la maniobra. Apurada trataba de doblar, al dar marcha atrás su defensa impactó con la de un camión. Las alarmas de Luisa la atormentaba, las manos se le enredaban en el timón. El motor hacia intentos de apagarse, y dando tirones pudo nivelar en dirección contraria. Le oyó a Luisa, ¡apúrate por tu madre, sal de aquí, hay que buscar un hospital!

De la Novela : TUMBAS DE ARENA. (Capitulo 39)

Por: Nelson Alonso Ameijeiras

Cuando la Mora consideró que había apretado suficiente la tuerca, fue a comprobar el arranque, y seguía muerto; lo más sensato sería apretarla más. En todo el pisicorre no aparecía una herramienta. Luisa, recostada al guardafango, movía sus presentimientos sin darles descanso; llevaban muchas horas en el intento de salir hacia Girón. La fuerza de las dos juntas no había alcanzado para encarrilar el viaje. Una de sus tías, la espiritista, la había preparado para luchar; muchas veces le repitió, si tu hombre está en peligro sigue detrás de él, el necesita de tu energía. Quizá por eso los dedos de Luisa también empezaron a apretar la tuerca. La Mora quiso requintarla más, y de un resbalón se partió una uña. Un desconsuelo se apodero de ella, su mamá siempre le decía que las manos mostraban la delicadeza de la mujer; cuando puso los cinco dedos de paraban se los vio sucios, llenos de grasa, hasta el antebrazo se le había ennegrecido; para aligerarse de culpas le achacó algunas a la inutilidad de la amiga. Luisa identificó su mirada, le conocía la soberbia. La Mora le oyó, que buscara un alicate, si no quería quedarse mocha. La Mora escondió la mano y corrió al interior del vehículo; desanudo la gamuza de la caña del timón y empezó a frotarse las manos y los brazos; levantó la cabeza para mirarse en el retrovisor: su nariz se achataba, las puntas de los cabellos se le pegaban en la frente, los ojos se le abrieron y los vio enrojecido. Ahora parecía hacerle un pedido secreto al espejito. Al momento bajó del carro más dispuesta, tal si le hubieran concedido el deseo; empezó a caminar rumbo al Central. A pocos pasos una galopada que terminó en medio de las dos, hizo que se detuviera; para molestar a Luisa le dijo que a la suerte no había que salir a buscarla si un hombre estaba dispuesto a complacerla; Cuidador llegaba de auxilio en el momento preciso. El caballo temblaba por la carrera. Luisa sujetaba las riendas, y para tranquilizarlo le pasaba la mano por la crin; una esperanzadora tentación la asaltó; la bestia era un transporte seguro, pero tenía atravesada a la amiga. A través del parabrisas, la Mora le hacía señas para que se acercara; bajito le dijo que mejor les iría si aguantaba las riendas de Cuidador. Luisa usó el mismo tono para advertirle que si el auto seguía roto, se iría sola en el caballo. La risa de la Mora alborotaba; la posibilidad real de llegar era el pisicorre y la bandera de la cruz roja. Seguía con la burla. Luisa la oía, que los hombres tímidos pierden mucho tiempo en quitarse el calzoncillo delante de la amada. Escucharon a Cuidador, que la pinza no era apropiada para apretar. Lo vieron aparecer delante del parabrisas, que pusiera el motor en marcha. Unas pequeñas explosiones movieron los pistones que se estabilizó en pocos segundos. La Mora pisaba el acelerador para estabilizar la potencia. Luisa se apuró para subir. Le oyeron a Cuidador, que no movieran el autor, las llamaban del Central. La chofer emprendió acciones contrarias, movió el vehículo hasta estacionarlo en la carretera, y esperó sin apagar el motor. Desconfiado paró el impulso contra la carrocería, traía el recado de siempre: ir urgente a la oficina del Capitán. La Mora le hizo un guiño a Luisa, y volvió a mirar al recién llegado para decirle que hoy él sería muy buenito, que le diría al Capitán que no las había visto. De forma insistente le preguntó si había entendido bien. Las manos de Desconfiado se aferraron a la ventanilla. La Mora le obsequiaba una mueca, al mismo tiempo soltaba el cloche, y el pisicorre salió embalado. Lo detuvo a diez metros, y sacó la cabeza. Oye, Desconfiado, mejor le dices al jefe que nos fuimos para el borde delantero del combate. ¡Ve! ¡Vete! ¡Apúrate!

De la Novela : TUMBAS DE ARENA. (Capitulo 39)

lunes, 13 de abril de 2009

Primitiva.

Por: Nelson Alonso Ameijeiras

Primitiva no se acostumbraba al ruido de La Habana. Volvió a extender la mirada entre las tablillas. Desde la ventana de un octavo piso oía, ¡Revolución, Revolución! No eran como los de días anteriores, ¡a cogerlo, es un batistiano!, o el tiroteo desde balcones y azoteas. Tampoco su mirada se acostumbraba a la altura. Los camiones y autos llenos de gente apoyaban con gritos. Contaba los días que llevaba en espera de su cliente, había perdido la cuenta, ¡sería un mes y pico! La había contratado en Flor Fina para celebrar el fin de año en su apartamento de soltero en la ciudad. Hubiera preferido no hacer ese viaje, la luna menguante estaba próxima y le daba mala suerte. Hasta podía sucederle una desgracia por la carretera con esa luna de gato, por eso se la pasó espiándola. Fina le insistió, era su mejor cliente. Pero el oráculo estaba en su contra, para más era miércoles, con eso no jugaba. En medio de la algarabía de la ciudad se asustaba, sólo había bajado tres veces del apartamento, y usó la escalera para evitar miraditas.

Recordó que antes de salir de Flor Fina la suerte quiso socorrerla. El automóvil cancaneó, pero ya su luna llena se debilitaba, había aparecido el 26 de diciembre de 1958. Intentaba retrasar el viaje a la Capital cuando le oyó a Fina, que viajaría con ese hombre o recogía la ropa y regresara a su pueblo. No le importó que fuera la más cotizada. Escuchó el recado que Fina le daba a uno de sus empleados, que fuera al caserío El Lagartijo, y le trajera al mecánico. Quedó pensativa, le pagaría al recadero para que no le avisara a Toraño, aunque ya le daba espuela al caballo, de todas formas corrió por un costado de la casa. Le volvió a llegar el ruido del cancaneo del motor, su cliente Peraza se desesperaba. A ella le molestó la mirada de la dueña, le señalaba que no se alejara de su enamorado. Caminó en dirección a la barra del bar para aliviar su espíritu.

Hasta Primitiva llegó el sonido de los cascos del caballo, al volverse vio a Flor que corría en dirección al jinete. Enseguida empezó a secretearle, mientras él sacaba las herramientas de las alforjas. Intensificó la mirada hasta que lo obligar a verla, y el sombrero de guano aleteó de colibrí para saludarla. Le oyó a Fina, que se apurara, un amigo de la casa quería pasar el fin de año en La Habana.

Primitiva movió las persianas con el deseo de quitarse ese estorbo de la mente. Volvió a observar el teléfono, había acordado con Peraza que despedirían el año en la casa de unos amigos, y salir después para Varadero. Pero al salir del baño escuchó a Peraza que hablaba por teléfono con el padre, que le exigía fuera a verlo de inmediato. La réplica seguía, le escuchó a Peraza, ¡que el presidente se fue!, ¡que Batista se fue, el del tiro en el directo! Después vio su descontrol. A los minutos, casi en secreto le oyó, que volvería pronto.

Había vuelto la fase de luna llena y seguía sin aparecer, ni mandaba la paga. Aquel aparato quedó mudo, sólo entraron dos o tres llamadas equivocadas. El día de la fase de luna no fue al trabajo de su amiga. Ahora se molestaba por hacerle caso a Peraza, que Bernal y Crespo era un bayú de baja categoría, y más se molestaba al saber que estaba a ocho cuadras del apartamento, y volvía a recordar las palabras de Peraza, allí iban a parar las putas desahuciadas. Qué hacer en La Habana, tendría que abandonar el apartamento, y corrió hacía el espejo para maquillarse.

Estaba sudada, cuántas cuadras había caminado por la calle San Lázaro, le parecía una legua o más, porque Galeano la caminó rápido. Se paró frente a la Universidad, su padre soñaba con verla graduase allí, pero salir de Pinar del Río con un bachiller fue bastante, además, su padre murió antes de que terminara de estudiar. Después llegó un habanero que le prometió llevarla para la urbe y amaneció con otro sujeto sobre ella. Le debía mucho a Flor Fina, la puso a vivir de mujer independiente sin un proxeneta acuesta. Tuvo deseos de volver, si sacaba un pasaje esa noche dormiría en su cuarto. Empezó a chocar con la gente, los rebeldes con sus melenas, barbas y fusiles eran los artistas de cine. Siguió por la calle L, se detuvo frente al Hotel Hilton. Recordó que estuvo allí con Peraza, la invitó a unos traguitos en el bar, se sintió una reina al entrar, los escalones la llevaron a unas puertas que se abrieron sin que nadie las tocara. Ahora los alrededores estaban repletos, las muchachas seguían a la pesca de los barbudos para llenar sus autógrafos. Quedó quieta, un capitán rebelde escribía sobre una libretita con la puerta del auto abierta y un pie apoyado en el estribo. Caminó hasta acercársele, el pelo le caía en los hombros y la barba negra la tenía llena de caracoles. En qué tiempo se fue al monte para traer los grados de capitán. Una tras otra las muchachas le rogaban una firma. Se acercó más, lo vio ponerse el sombrero de paño. Le escucharon a una de las jóvenes, que habían llegado el Che y Camilo. Para donde se movía oía, que Fidel estaba al bajar. El capitán terminó de firmar, la gente se entremezclaba, las miradas de Primitiva y Toraño se toparon, el molote los barajaba, ella dejó que la gente la apartara. Lo vio caminar en busca de ella, y hasta tocarle los hombros a una muchacha equivocadamente, y tuvo que firmar un autógrafo. Ahora lo miraba a través de los cristales. Aquel guajiro que Flor Fina tenía engañado para que le arreglara la plomería y las cubiertas, y cuanto problema que surgieran en aquel edificio en medio del monte. Primitiva lo sabía por Flor, él le pedía estar con ella, que pagaría doble. Pero ella recelaba de los guajiros enamorados, era mejor tenerlo embelezado por un tiempo. Ahora la buscaba, lo veía subir las escaleras del salón, husmeaba, bajaba rápidamente y salía del hotel. Fue a recostarse a su auto. Lo vio que volvía a precipitarse hacia las puertas del hotel y tuvo intenciones de llamarlo. Pero Flor le había exigido que no tuviera nada con él, había hombres ricos que les gustaban el tipo de mujer que era ella. Sonrió, Toraño era un tonto. Volvió a mirarlo, se quedaba allí igual a cuando Fina lo espantaba al empezar de la noche. Le oyó a una muchacha, que si la podía adelantar, y zigzagueo para dejarse ver por el parabrisas.

Toraño la observó y aceleró el motor. Otro auto se le adelantó para coger la vía. ¡Era Primitiva! La vio perderse al doblar de las vidrieras. El corazón se le revolcó. Le correteó al chofer de alante. No podía perderla, estaba en La Habana porque salió detrás de ella en la madrugada del primero de Enero del 59. Pisó el acelerador y al salir a la calle 23 la vio en la acera. Cepillaba los neumáticos al contén. Ella le oyó, que le podía dar un impulso. Se miraron, y Toraño ladeó el cuerpo y abrió la puerta. Al sentarse le escuchó, ¡alabado!, capitán del ejército rebelde. Él aceleró la marcha y estuvieron en silencio. Las maniobras los sacaron por la avenida del malecón. Toraño escuchó, que si podía parar, quería mirar el mar.

Empezaron a caminar, después de una larga caminata Primitiva le escuchó, que él llegó al amanecer en un camión de maíz que iba para el Mercado Único, arriba de aquellas mazorcas sólo pensaba en ella. Toraño le oyó, así que se iba con un hombre y él la perseguía para quitársela. Ella sabía como tratar a los hombres, y también sonreír cuando hacia falta. Lo miró atentamente al escucharle, yo vine a buscarte, cuando puse los pies en la primera calle de la ciudad, y ya amanecía, la gente salía a las calles, lo que había hecho era una locura, había sentido unos disparos, quería que me mataran, la gente rompía los parquímetros, el tiroteo aumentaba, había mucha bulla, allá hay un esbirro y corrían, y los sofocos se iban hacia allá, yo también corrí, no por coger a nadie, si no para que me mataran, allí fue donde cogí esta ametralladora, se le quite a un esbirro, los primeros tiros ni me asustaron porque ya estaba muerto desde que subí en aquel camión lleno de maíz. Primitiva no dejaba de observarlo, recordaba las enseñanzas de Flor, cuidado con ese campesino que puede hacer cualquier cosa por ti. Pero los muertos de hambre no pueden tener mujeres bellas. Se miraron, la vio fijarse en sus grados militares. Le escuchó, esos me los dio otro igual que yo, pero él se puso una estrella, pero ese tipo es dueño de almacenes, y ser comandante barbudo y admirado por la gente es más que ser el dueño de un banco. Hace unos día la policía revolucionaria lo había afeitado y pelado con advertencia. Le escuchó a Primitiva, que si esperaba que le hicieran lo mismo. De pronto sus rostros se acercaron. Después ella oyó el susurro, por que no empezaban a vivir juntos en La Habana, ya conocía dos paraderos de ómnibus que necesitaban mecánico, sólo tenía que quitarse la barba y el pelo. Sin saber se apretaron. Le oyó, que por el momento podían estar en el apartamento. Se zafó y se acercó al automóvil, después de abrir el maletero y esconder la ametralladora y cerrar el auto con llave y lanzarlas hacia el mar, cuando quiso hacer lo mismo con el collar de semillas, ella se lo arrebató. Empezaron a caminar apretados. Toraño le oyó, que cada vez que luna llena saliera él debía apretujarla.

Habían pasado los dos primeros años de Revolución, querían tener un hijo y los médicos la tenían a su cuidado, pero hacía unos días Toraño estaba desaparecido, también de su trabajo, desde el desembarco mercenario en Playa Girón en su batallón lo daban por desertor, aquellos quince día los pasó muy mal en su trabajo: La Casa de los Tres kilos, una amiga, la cajera Berta, la invitaba a cada rato a su casa y allí pasaban horas, sólo llegaba tarde para olvidar aquel hombre que había desaparecido, ya se había arrepentido de haberse casado con una prostituta. Cuando el elevador paró en su piso vio a través del cristal su sala iluminada, juraba que esa bombilla desde que Toraño desapareció jamás la encendió, antes que su llave abriera la puerta, del otro lado manipularon el llavín. Él la haló y ella dejó el cuerpo flácido. Le oyó, que acababa de llegar de Playa Girón. Rabiosa se zafó. Ellos se habían jurado no mentirse. Él reía, venía de combatir, de limpiar la ciénaga de bandidos. Le escuchó, que estaba bueno de mentiras, en su batallón lo daban por desertor. Él juraba que todo se arreglaría, que como su batallón se iba a quedar en La Habana él se fue solo para Girón. Quedó en silencio, nunca le preguntó a los compañeros cuál era el número de esa unidad, podía inventarle un dato falso, pero no quería, seguía callado, pero los insultos lo estaban sublevando. Escuchó, igual que la madrugada del primero de enero del 59. Ella le escuchó, no, no, no ves que huelo a cocodrilo. Primitiva corrió hacia la cocina para no insultarlo y recordó que era luna llena.

Cuando Toraño le oía a Primitiva, si mi capitán, se aturdía, ya habían pasado nueve años, y su participación en Playa Girón, no le quitaba la manía, aunque se había cambiado de batallón porque de jefe de compañía lo dejaron en miliciano, pero en el taller de mecánica seguía siendo jefe de patio. Primitiva le cambió el tono para complacerlo, que olvidara sus sueños, que él en la crisis de los misiles había estado donde muchos combatientes no pudieron, lo conocía, seguro la estaba preparando para algo. Le escuchó, que estaban reuniendo a los batallones que pelearon en Girón para entregarles las medallas. Primitiva se violentó, que manía esa, no fuiste a Girón y se acabó, pero estuviste muy cerca de la guerra atómica. Le asombró escucharle, que en esos enfrentamientos, si los adversarios tienen cohetes atómicos sería una locura de quien se atreva a lanzar el primero. Lo de Toraño no tenía tratamiento, volvía a injertarse en las epopeyas. Que locura.

Primitiva llegó a la casa de su amiga Berta, estaba un poco fuera de sí, y se alegró de no ser la última. Le desagradó tener que seguir para la casa de la hermana, que vivía a dos cuadras de allí, pues a veces Toraño pasaba a recogerla, además, estaban estudiando para los exámenes de ingreso en la Universidad, y aunque esa familia había llegado de Cienfuegos hacía dos meses seguían con el apartamento patas arriba y los tres muchachos se la pasaban zumbando sobre ellas. El varoncito se le subió en las piernas con un cuadro en la mano, con el índice le indicaba que ese era su papa. Era un recorte de periódico que amarilleaba a pesar de estar protegido por un cristal. Al observarla fijó la mirada en el rostro de otro miliciano. Empezó a hacerle señas a Luisa sin poder hablar. La amiga la miró, creía que jugaba con el niño. Le escucharon, ¿tu esposo está aquí? Le oyó, que si, que era una parte de la escuadra de Migue en Playa Girón después de los combates. Al escuchar su nombre el padre salió a regañar a los niños. Primitiva le señalaba a uno de los combatientes. Oyó, ese miliciano se nos arrimó antes de tomar Girón, el jefe de compañía lo asignó a nuestra escuadra y le decíamos el Pegao. En el combate siempre estaba alante, parecía un capitán de La Sierra, y Dios sabe si en verdad lo era. En la captura de mercenarios dentro de la ciénaga nos hicimos más amigos. Cuando empezamos a atraparlos disfrazados de campesinos nos juraban que venían de cocineros. Nosotros reíamos al oírle al Pegao, si, si, de cocineros para sancocharnos.

Primitiva apretó el cuadro contra su pecho. El niño le oyó unos quejidos y se bajó asustado. Ella corrió hacia la puerta y salió. Oyeron al niño, se robó a mi papá.