miércoles, 4 de noviembre de 2009

Mi revólver.

Por :Nelson Alonso Ameijeiras.

Antes de bajar al asfalto, Eloy Paneque quiere volver al parque, necesitaba ver a uno de tres compañeros de la discusión inconclusa. Pero Folgado, uno de los jefes del movimiento 26-7, le dio la orden de acuartelarse en la casa de su madre. Además estarían diez compañeros, y él como jefe del grupo. Aferrado en sus pensamientos, un claxon lo detiene, es el ómnibus que viene de Santiago de Cuba y entra en Bayamo a las siete de la noche. Desde hace días está molesto, necesitaba que para ese momento de acción estuviera alguno de ellos: uno lo acusó de irresponsable y otro de hacerle el juego a los batistianos. Volvió a recordar, venderle la cedula a un sargento político es aparentar democracia. Los enfrentó, ustedes son los que apoyan el golpe de Batista, hacen política de urna, y a los tiranos hay que tumbarlos con las armas; además ese compañero tiene un hijo enfermo y está sin un centavo; que la venda, yo lo apoyo, ¡ah!, y a todas esas urnas las voy a dinamitar. Eloy seguía malgenioso, ninguno aparecía, ni los familiares sabían de ellos. Más calmado se consoló: habría tiempo para ajustar cuentas. Al día siguiente sería treinta de noviembre, esperaban la llegada de Fidel y el movimiento 26 de julio debía apoyar el desembarco.

La madre de Folgado lo recibió, y le informó que si la necesitaba estaría en el último cuarto. Era el primero en llegar, en los siguientes minutos llegaron los demás, portaban cuchillos comandos, y dos con revólver. Al menos contaban con tres armas de fuego. Hablaban en voz baja, se repartieron unos lejos de otros. De madrugada todos se sabían despiertos. Eloy descubrió una rendija en una de las ventanas que daba a la calle. Oyó un ruido, se trataba de un motor de combustión que podía ser el jeep de la patrulla. Echó hacia atrás y montó la diestra en su arma. Acompasó la mirada y la escucha: descubrió un grillo. Ni en la finca La Julia había visto uno tan grande, pero poco a poco se transformaba en lagarto y después en cocodrilo. Le oyó a uno de los compañeros, qué pasa. Entre sus risas le escucharon, el cocodrilo me vino avisar que Loriló quiere verme. Los hombres lo rodearon en posición de combate, después se apartaron moviendo la cabeza. El reloj de pared dio tres campanazos, los ruidos pasaban rápido, eran los guardias que patrullaban las calles. Acaso estarían informados del desembarco. Recordó que después de los asaltos a los cuarteles Guillermon Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, se le apareció un gato montero con un recado del Loriló, y media hora después asaltaron su casa. Cuatro soldados lo aprisionaron y lo sacaron dándole trastazos contra la pared.

Volvieron a sonar los campanazos, inclinó las persianas y vio un relámpago. El Loriló se sostenía en el aire igual a un colibrí, su voz era estridente. Le oyó, debes irte de ahí antes de las ocho de la noche.

Mientras sonaban las cinco campanadas, no miró el reloj, se quedó quieto igual a cuando lo encerraron en la cárcel de Boniatos. En esos días conoció a muchos revolucionarios, a uno de La Habana que venía en busca de su hermano, era Gustavo Ameijeiras. Le oyó, que la lucha debía desarrollarse en las montañas. Años después volvió a verlo, traía La Historia me Absorberá para repartirla en Bayamo, y lo acompañaba su hermano Machaco. En la casa de un compañero volvió a ver aquel ejemplar que estaba firmado por Ñico López, Machaco, Curia y él. La madre de Folgado volvió a traerle café.

La claridad del día empezó más tarde, cerca de la media mañana la dueña de la casa regresó. Le escucharon, que las calles estaban llenas de soldados, y toda la gente comentaba que en Santiago de Cuba había un alzamiento. Eloy Paneque se molestó, acaso se habían olvidado de ellos, pero como jefe del grupo tenía bien claro que debía esperar la contraseña. Los compañeros le oyeron, voy a buscar a Folgado.

La orden que trajo era desmovilizarlos a todos. Algunos no estaban de acuerdo, les molestaba que mientras otros peleaban, ellos seguían de moscones. Acaso alguno de los jefes del movimiento retardaba la orden. Oyeron a Eloy, que lo mejor sería irse, para el monte. Después de un silencio Papito Jiménez lo apoyó, y también a Juan Cruz. Los tres salieron camino a La Julia, por el camino se les unieron Julio Zenón, con un springfield; Piñel, con una escopeta, y Paché con un revólver 38; además Erasto José y Luís Ceipa. Cuando se le incorporó Orlando Lara recordó otra de las discusiones en el parque para defenderlo. No querían aceptarlo porque sus padres eran batistianos, y él había pertenecido a la juventud del P.A.U. Antes de llegar a la finca lo interceptó un mensajero, que lo cuestionaba por haberse alzado sin permiso del movimiento. En La Julia se enteraron por la madre de Eloy, que los soldados habían registrando la zona, y lo mejor sería que acamparan en la otra orilla del río. También llegó la madre de Lara, se quería llevar a su hijo. Le oyeron, si a Orlandito le pasa algo, tu Eloy Paneque, la vas a pasar mal.

Eloy movió su grupo hacia la finca de uno de sus hermanos, al llegar se enteró que un muchacho lo andaba buscando, y más adelante los guardias lo toparon. Al tratar de subir a una mata de coco, a mitad de fuste lo tumbaron. El grupo continuó la marcha, algunos campesinos le informaron de un desembarcaron en las Coloradas, que casi todos los expedicionarios fueron aniquilados, que Fidel estaba muerto, y hasta lo habían visto ahorcado en un árbol. Volvieron a moverse, ahora en busca de los sobrevivientes. En el trayecto Eloy recordaba las historias que había oído en su familia de cuando el tirano Gerardo Machado perseguía a Antonio Guiteras, que junto a decenas de seguidores acampó en la manigua de Bayamo, y en la finca La Julia recogieron los fusiles.

Les llegó la noticia de dos expedicionarios que estaban como a dos leguas de allí. El jefe de la escuadra dio la orden de ponerse en marcha, y se llevó al campesino de guía. Horas más tardes encontraron a Rolando Moya y el italiano Gino Doné, estaban vestidos de campesinos y hambrientos. Les escucharon, que habían caído en una emboscada. De Fidel no sabían, pedían ropa y dinero para llegar a La Habana, que ellos regresaran a sus casas a esconderse de los cientos de soldados que patrullaban las guardarrayas. Le escucharon a Eloy, que dónde estaban sus armas. Las habían dejado escondidas.

Unos días después los dos expedicionarios ya iban rumbo a la capital. La familia de Eloy le insistía, que saliera del monte. Debía tomar su decisión, estaba recostado a un árbol y se le apareció una iguana que se le insinuaba para que la siguiera. Caminó unos pasos detrás de ella, y enseguida vio al Loriló batiendo sus alas. Le escuchó, te vas a la capital, aquí la muerte te persigue y vamos a despistarla; si demoras en regresar salgo a buscarte. Eloy pensaba, quién pudiera ser adivino. ¿Y lo que escuchó del Loriló?

La escuadra se desintegraba, Orlando Lara quiso averiguar que había pasado con los expedicionarios; y Julio Zenón era un justiciero a quien los soldados no deseaban topar, y menos los bandoleros. La partida de Eloy estaba arreglada, el maquinista disminuiría la velocidad del tren para que pudiera subirse.

El camino a la capital fue largo, llegar a Manzanillo y buscar otros transportes de pueblo en pueblo. Allí el hermano de Eloy tenía un amigo del partido ortodoxo, ya sabían que Fidel había recibido el refuerzo de combatientes que le mandó Frank. Conoció a Ángel Plá, el mismo que gestionó la imprenta en la que editaron La Historia me Absorberá, y se encargó de mover los ejemplares según se iban imprimiendo. Eloy le escucha, que de La Habana empezarían a salir revolucionarios hacia La Sierra. Llevaba cinco días en la urbe y quería regresar, pero el contacto demoraba. Esa noche cuando caminaba por los portales de Jesús del Monte y los timbiriches empezaban a cerrar, vio un cocuyo que maniobró hacia la luz eléctrica del poste donde estaba el Loriló. Le oye, es hora de que regreses, despídete de tu hermano.

Habían pasado nueve días de su llegada a La Julia. El movimiento lo iba a sacar vía Manzanillo, y debía ser disciplinado, pero desde allí mismo podía subir hacia La Sierra. Para el viaje necesitaba un par de zapatos, y no tenía dinero; mejor sería unas botas, aunque los guardias se fijaban más en quienes las usaban. Los compró en $4.25, que lastima no habérselos estrenado para ir al parque de Bayamo. Desde su asiento en el tren empezó a observar que el soldado que se pasea por el pasillo también se los miraba. Cuando lo tiene delante le escucha, ¡eeeh, zapaticos nuevos! Desconfiado ladear la cabeza, y a la vez acerca la mano a la culata de su revólver. Vuelve a oírlo, ¡eeeh!, vas detrás de una manzanillera. El soldado se aleja moviendo la cabeza, y a unos metros se detiene a conversar con un vendedor de billetes. A Eloy le vuelve la tranquilidad, de todas formas se vuelve a palpar en busca de más seguridad.

El tren está detenido, y los pasajeros se amontonan al bajar; el soldado se ha atravesado en el medio del andén. Al pasar Eloy le escucha, ¡eh!, zapatico. Contrariado sigue caminando, dos cuadras después pasa frente a la tienda de ropa donde una compañera le dará la contraseña. Ha notado que el billetero lo sigue, está molesto, debió haberse ido directo a La Sierra. Sabe que los vendedores ambulantes son presionados por la policía, y dan información. Decide regresar a la esquina; en el bolsillo tiene el vuelto de la compra de los zapatos. El billetero escucha, dame tres del mismo número, anoche soñé que me sacaba el premio gordo. Los dos sonríen. Le oye, yo también guardaré una fracción, pues me estás señalando el camino del dinero. Ambos se entienden y dejan de verse por distintas aceras. Más seguro, llega a la tienda donde la dependienta ya lo esperaba, y le explica la forma de contactar con el doctor Rene Vallejo.

El movimiento 26-7 en Manzanillo le facilitaría su traslado hacia La Sierra. Correa acababa de bajar al periodista norteamericano Tabor, que le había hecho una entrevista a Fidel. En ese mismo jeep recorrieron una parte del trayecto y después siguieron a pie hasta la casa del campesino. Allí, en La Plata, debía esperar otro contacto que lo incorporaría a la guerrilla.

Estando en casa de Correa llegó un muchacho de Yara, y al rato otro de tipo estrafalario hablando una jerga de guapetón que respondía por el sobrenombre de Caló. Le oyeron, que se encontró ese caballo ensillado y aprovechó para llegar rápido. Al muchacho de Yara le molestó, eso era robo. Al atardecer le escucharon a Correa, que necesitaban buscar comida. Oyeron al Caló, que cerca de allí había dos machos gorditos, y los dueños los dejaron botados cuando le salieron huyendo a los bombardeos de la aviación.

Después de andar por los montes casi perdidos, encontraron el corral. El Caló le agarró una de las patas delanteras al cerdo, lo volcó sobre la tierra, y desde la primera cuchillada no lo dejó ni suspirar. Al momento de repartir la carne, el Yara ya estaba violento, y empezó la discusión. Los dos se pusieron en guardia con sus cuchillos, Eloy tuvo que mediar. A casa de Correa llegaron de madrugada, y todavía seguía la discusión. Le oyeron al Yara, que no andaría con bandoleros, los hombres de la guerrilla debían ser honrados. Eloy trató de convencerlo, que se comprometía a pagarle a los dueños cuando regresaran, con otro puerco o con dinero. De todas formas el Yara se fue, y con los primero claros también lo hizo el Caló.

Al paso de unos días se les incorporó Lázaro Satur, y empezaron a llamarlo Habana, a Eloy lo apodaron Bayamo. Después llegó Lalo Sardiña acompañado de cuatro guerrilleros. Esa tarde recibieron una arria de mulos con una carga de uniformes, botas, azúcar y otras mercancías. Bayamo se vistió de verde olivo, se calzó las botas, y echó los zapatos en su mochila para cuando terminara la campaña. Lalo dio la orden de salir, y ahí empezaron la caminata por las lomas en busca de Fidel.

Bayamo se esforzaba para mantener el equilibrio en los farallones. Cuando llegaban al Hombrito, a unos ciento cincuenta metros divisaron a dos hombres armados. Lalo da la orden de atraparlos. Uno de ellos se lanza por el barranco, y el otro trata de escapar por el lado opuesto. El revólver de Bayamo ya le apuntaba, y con la otra mano le arrebataba el fusil. Para hacerlos confesar se hicieron pasar por guardias, fue ahí cuando el prisionero se puso roñoso, bajó la cabeza y se mantuvo en esa actitud. Eloy estaba contento con el springfield y Correa aprovechó para pedirle revólver. Habían pasado meses inseparables, y de pronto observa como lo descoyuntan y muestra todas sus balas. Correa se apresura a probarlo, el disparo no sale y sigue apretando el disparador. Uno tras otro vuelve a perforar todos los proyectiles, y nada. Bayamo casi ni podía creerlo.

Lalo ordena detener la marcha. Al rato se les apareció la vanguardia de la columna, con ellos venía el que se les escapó en el farallón. Fidel mandó a buscar a Lalo y a Mendoza, el detenido, que pertenecía al pelotón del Che. Bayamo se preguntaba por qué no les aclaró su condición de combatiente. A Eloy también lo mandan a buscar, y es la primera vez que ve al Comandante de cerca. Recuerda otra vez cuando lo vio de lejos, en un acto de la ortodoxia en Bayamo, cuando todavía Eduardo Chivas estaba vivo. Ahí le escuchó, que de momento tenían las escobas, pero podían cambiarlas por las armas. El jefe lo observa, le oye, a qué pelotón te quieres incorporar. Había conocido a Gustavo Ameijeiras en la cárcel de Boniatos, después de los sucesos del Moncada, y a su hermano Machaco cuando fue a Bayamo a llevar La Historia me Absorberá. Allí estaba otro de sus hermanos, sólo debía seguir el trillo. Antes de retirarse le mostró el fusil. Oyó, sigue con él.

Bayamo recorría el sendero cuando entre los matojos le salió el jefe de la retaguardia, Efigenio, uno de los expedicionarios del Granma. Después que lo atiende, le oye, bienvenido al pelotón. Allí abraza a Barrera, su amigo de Santiago de Cuba, uno de los cincuenta del refuerzo que mandó Frank. Le escucha, que antes de llegar allí hasta a La Habana tuvo que ir, pero en lo adelante sólo bajaría de la Sierra cuando derrotaran al tirano. Dejó caer la mochila y sacó sus zapatos, esos los iba a conservar hasta el triunfo de la revolución; entonces los usaría al pasear por el parque “Céspedes”.

La columna empezó a moverse, así pasaban los días y las noches de un lugar a otro. Bayamo supo que pasaría un curso de guerrillero, con tiros calibre 22; antes había hecho algunas prácticas en La Julia. A los pocos días de estar allí le cambiaron su springfield por el garand del Maestro, que fue castigado, y además recibió el bochorno de perder su fusil de repetición.

Fulgencio Batista, el del golpe de estado, quería demostrarle al mundo que los muerde y huye estaban desmoralizados y tratando de salir de la zona. Pero días antes le habían infringido una derrota en el cuartel del Uvero, y ahora movilizaba los batallones de soldados.

Los guerrilleros avanzaban haciendo círculos con el propósito de acercarse a San Lorenzo; les habían ordenado silencio absoluto porque los perseguía un batallón con artillerías de montañas. Fidel reforzó el pelotón de la retaguardia: le agregó tres compañeros, y dispuso que se emboscaran en la cima de la loma. Hasta los guerrilleros llegaba el alboroto del batallón. Delante venía un chivato, que se enfurecía cuando la tropa no avanzaba. Las informaciones aseguraban que ese sicario rastreó a muchos de los expedicionarios que fueron asesinados. El soplón percibió un silbido y giró con intención de avanzar, pero un fusil le apuntaba y el jefe del pelotón de la retaguardia le hacía señas, que se adelantara. En eso otro rebelde lo abraca por las piernas y lo derrumba. Bayamo quiere ir al seguro, tiene la orden de tumbar al primer soldado. Le da en el casco, al unísono los fusiles guerrilleros empiezan a disparar y la confusión de los soldados los hacer atropellarse entre ellos. Eloy monta otro cargador, ya el batallón ha emplazado su artillería. Los morterazos empiezan a caer, el chivato se está rodando, casi correr a gatas. Un rebelde da la alarma y dos fusiles lo cazan. Llevaban 15 minutos de combate, Efigenio ordena retirada.

Fidel ha movido a algunos guerrilleros para capturar a malhechores que cometen fechorías a nombre del 26-7 en el territorio de La Sierra Maestra. Han capturado a los más atrevidos y la Columna formar su tribunal revolucionario, los hombres de las escuadras deberán rotar para integrar los pelotones de fusilamiento. Los campesinos empiezan a confiar en la justicia revolucionaria, una mujer llega al campamento para denunciar al Maestro, que haciéndose pasar por el doctor Che Guevara abusó de ella. También enjuician al Caló que ya había asesinado a un campesino; y al Chino Won que confesó sus negocios con el coronel Chaviano, jefe de la plaza de Santiago, para los embarque de marihuana.

La tarde estaba en su final. Bayamo llevaba días sin fumar y a esa hora saboreaba un tabaco, el humo le contentaba las ideas. Empezó a pensar en Bertumeo, en su Ceiba de ocho metros de ancho y cuarenta de alto, con barbacoa intermedia y ventanas; en la planta baja su mesa con cinco taburetes ocupados por las gallinas y los cerdos; en la parte de afuera siempre los cocodrilos hacían de porteros. Fue allí donde por primera vez supo de la existencia del Loriló, Bertumeo afirmaba que lo enseñaría a escribir, solo necesita prepararle algunos aditamentos. Volvió a darle una larga chupada a su breva, así alejaba a los mosquitos.

La noche parecía descender en paracaídas. Bayamo reconoció la voz de Lázaro, que venía insultando al que caminaba delante con dos mochilas repletas. Le oye, éste es un chivato, nos seguía el rastro, desde hace días quería cazarlo. Lo interrumpe, yo lo conozco, es el Yara. El carcelero lo libera de la carga y Bayamo le estrecha la mano. Le oye, necesito ir al matojo, he caminado más de media legua sin parar y me duele la barriga. Mientras el fumador se sigue entreteniendo con sus bocanadas, los segundos están pasando. Vuelve a mirar hacia el trillo, y enseguida sale a buscarlo. Dando tumbos registra el contorno, se convence de su simpleza, En eso recuerda que debe relevar al compañero de guardia, y su mano aprieta más el fusil.