miércoles, 20 de mayo de 2009

Martí no debería de morir

Autor: Nelson Alonso Ameijeiras.

En el planeta Tierra se dice que los siglos deben empezar cuando nace un hombre grande, -un campesino y comisario en el Escambray repite, que a veces ellos llegan jimaguas y hasta trillizos. Así que nuestro siglo XIX empezó el 28 de enero de l853, ese día nació José Julián Martí Pérez. Quizá por eso se apuró el tiempo.
Han pasado 42 años, los temporales de mayo se precipitan. Cerca de las once de la mañana del día diecinueve, la lluvia disminuía y el sol encandilaba. Las agitaciones empiezan a correr por el campamento de Dos Ríos. Un batallón enemigo los ha descubierto. Las cornetas cubanas repiten las órdenes, los mambises serpentean el combate. Martí, revólver en mano, monta en su caballo. El corcel se impacienta, espera que el jinete afloje la rienda. Relincha, hace cabriolas, su galope empieza a serruchar el viento. Los frenos lo detienen, el general Máximo Gómez ha llegado. Martí le oye, que no intervenga en el combate. La Revolución ha despertado, necesita de sus mejores guías. En ese momento, su deber es en la retaguardia. Silencio entre los dos hombres. Los jefes mambises se miran, sus oídos se atienden. En derredor los proyectiles causan dolor. El estratega repite la petición.
Martí ve partir al General Gómez, tanta impotencia sólo le sirve para sujetar las bridas. El caballo a ratos vira el pescuezo para mirarlo, relincha, las patas delanteras suben de picas, los belfos refunfuñan. Martí lo detiene, pero en una de las sacudidas se le incrusta el anillo en la articulación del anular. Está hecho del mismo hierro que una vez lo encadenó. Ante sus ojos aparece el primer combate, pero le niegan su participación, a él que ha preparado la guerra necesaria. ¡No puede creerlo! El ruego viene de Gómez, ellos dos firmaron el Manifiesto de Montecristi. El fragor del combate lo despierta, y ve los ojos del caballo. Recuerda el día que el General José Maceo le hizo el obsequio, y que le dio dos palmadas para presentarse. Los dos están amarrados a órdenes. Martí mira hacia el frente, le llegan las voces guerreras, el viento le acerca el olor a pólvora, el combate viene a buscarlo. En la tregua fecunda, organizó a Los Pinos Nuevos. A pocos días del desembarco, de un plumazo, fue nombrado general del Ejército Mambí. ¿Por qué ahora le niegan participar? Unos meses atrás, a causa de unos traidores perdieron parte de las armas, pero las que salvaron sirvieron para que Antonio Maceo desembarcara por Duaba. Dos Ríos debe ser su primer desafío. Afloja la rienda y el corcel se apura.
Las palmas reales baten sus penachos. ¿Qué hace Martí? ¡Dispara, dispara!, sus ayudantes intentan alcanzarlo. Los fusiles imperiales, rodilla en tierra corrigen la puntería, con una y otra andanada quieren detenerlo. Las palmas abanican más aprisa. Martí lo sabe, si es general debe entrar en combate, sus espuelas agitan al cuadrúpedo. ¡Va a traspasar el parapeto!
Las palmas ven todo, la sangre salpica la velocidad, sus penachos de tanto batir se deshojan. El caballo no siente el peso del jinete; se detiene y espera que el mambí se levante.
Semanas más tarde, el General Gómez, vuelve a Dos Ríos. La tropa lo escucha, “Aquí cayó en combate el general José Martí. Cada uno de nosotros recogerá una piedra, y para recordarlo formaremos una cruz sobre la tierra”. Los pensamientos se le arremolinaban. En tantos combates aprendió que hay hombres a los que no se les puede mandar, sino dejarlos hacer. Recibió su primera misiva sin haberlo conocido, le pedía que le hablara de los libertos de Yara, de Carlos Manuel de Céspedes. La recibió en República Dominicana, cuando su machete adornaba un rincón del cuarto. Ahora estaba convencido de que los sabios se precipitan para nacer. Mientras las piedras formaban la gigantesca cruz, los que estaban cerca le oían, “Martí no debería de morir”.

Llegar a Mompié.

Autor:Nelson Alonso Ameijerias.

Me alejaba de la valla por el trillo que bordeaba el marabú. La calle estaba a unos noventa pasos de mi albergue, un techo de diez metros por tres de ancho con un pedazo de pared al fondo que apenas detenía el aire de la madrugada. Oí el cornetín del bayo, tenía la maña de provocar a los otros gallos cuando se callaban en sus jaulas. Intenté ver entre las miles de rendijas que dejaban las hojas y las espinas. Acaso el cornetín del animal me alertaba. Acababa de ganarle un litigio a mi cerebro, y debía encontrar a Gustavo, pero no sabía dónde. Habían pasado tres o cuatro días desde la Huelga de Abril, quizás eran siete. Volvía a caminar, ese día lo encontraría. La madrugada que nos separamos en los límites del Diezmero le oí, que contactaríamos en la calle Pamplona en Luyano.
Seguro que no sumaban diez los días que habían pasado. La memoria me funcionaba a pedazos, me detuve al ver el avance lento de un automóvil. Desde su interior los ojos de cuatro individuos me acorralaban. Aparenté andar sin preocupaciones y apuré el paso, por instinto levanté el gancho de una reja y entré al portal. Antes de tocar la puerta se corrió, mi salvadora me llevó de la mano. Le escuché, asesinan a los jóvenes. Ensartó la escoba, fue hasta la acera y transcurrió un tiempo dudoso. Antes de marcharme le oí, cuídate hijo. Me impulse, tenía un día más para vivir.
Viajé al pasado de mis recuerdos. Meses antes de terminar el año 1957 Gustavo había llegado al reparto, y cojeaba a consecuencia del tiro que le dieron en los interrogatorios, pero su predica recorrió todo el Diezmero. Le oí a Gustavo, deja la pistola. Había estado en mi cintura desde la madrugada del nueve de abril. A las diez de la mañana el comercio del reparto estaba cerrado, sólo desobedeció una quincalla en la calle principal. Julio Cesar embalaba la moto. Entre la ventolera le oí, vamos a tener un chance de probar las cuarenta y cinco. El Bizco era un hombre experimentado, con la leyenda de haber escapado a tiros de los esbirros. Cuando la moto subió a la acera, salté. Gustavo y Angelito Plá ya salían, los seguía el propietario que se pasaba en excusas y cerraba las puertas. Julio Cesar sacó un creyón rojo, escribió varias veces, “Huelga General, M-26-7. Gustavo sabía quien era el policía que obligó a abrir la quincalla, uno bajito y regordete. A ese guarda jurado lo había neutralizado en otras ocasiones con unas pesetas. Le oímos a Julio Cesar, que iría a pedirle cuentas, sabía donde encontrarlo.
La Calzada de Diez de Octubre me pareció corta, ya estaba en Luyano. Desde la otra acera, una mirada triangular tropezaba con la mía. La figura se perdió detrás de una camioneta, y apareció retozona. Le oí, soy la hija donde entraste esta mañana. Quise ir a su encuentro. Cerca del contén pasó un perseguidor con su perturbadora sirena. Recordé a Julio Cesar, ante el peligro quieres huir, pero si lo enfrentas puedes vencer. La joven halaba mi deseo, pero mis pasos llevaban prisa.
En una de las entre calle de Pamplona vi doblar un automóvil. Los neumáticos se arrimaron al contén de la casa de mi abuela. Pero el carro volvía a deslizándose, y no debía gritar su nombre. Acaso la policía había fichado esa dirección. Corrí, y antes de llegar a la esquina golpee la parte trasera. Gustavo volteó el rostro.
Lo había encontrado por instinto. Le oí, qué han hecho, dónde están los demás de la familia. Quiso ir a Arroyo Apolo a ver a su hermana Mara. Le escuche, que no tenía contacto con Machaco, que andaba por Habana campo, y no podía esperarlo. Lo habían mandado a buscar para la reunión convocada por Fidel en Mompié. No me oía, yo también quería ir con él a La Sierra. Lo miré, vestía un traje azul acabado de sacar de la vidriera, a su lado un maletín de empresario. Al bajarnos en Arroyo Apolo le oí, que buscara a Machaco.
Dónde hallarlo, llevaba días en la búsqueda, la disciplina me obligaba. Cuando doblé en una esquina de la calle Pinar del río lo divisé a unos treinta metros. No lo había vuelto a ver desde que ajustició al policía rompe Huelga en el Diezmero. Machaco era espontáneo, colgó su mano de mi hombro y quise informarle. Pero le oí, que Gustavo cayó preso en Santiago de Cuba, lo torturaron hasta dejarlo ciego y loco.
En medio del tormento recordé su determinación de clandestino. Por sus venas fluían los hechos históricos. Todos atendíamos sus ideas, “la honradez no puede morir, la misión es desafiar a quienes han golpeado la constitución en confabulación con los yanqui, que todavía pretenden apoderarse de nuestra tierra. La libertad nos enrolaba, y va a morir mucha gente, pero aquí no se quedaran.