miércoles, 11 de febrero de 2009

Mara

Por : Nelson Alonso Ameijeiras
Mara levantó la cabeza y miró a través de la ventana. Ahora vivía cerca del malecón. Por cuántas viviendas pasó después de la Huelga del 9 de abril, Luyano, Arroyo Apolo, San Francisco de Paula y volvió a Luyano. Este salón era espacioso, en la reunión se encontraban compañeros del último grupo que regresó de Angola. Quince años antes lo había hecho uno de sus hijos de la camada mayor, fue para ayudar a Neto y evitar que el apartheid y los yanquis se apoderaran de Luanda. Años después fue su hermano Efigenio con otro de sus hijos mayores. Ahora regresaba uno de los más jóvenes, hablaba de Kuito. Ese nombre se lo sabía de memoria, Fidel había explicado la campaña de los internacionalistas, y que de allí sólo traería a los cubanos caídos. Esta reunión escandalosa la aturdía, todos querían ser oídos y no tenían audiencia, las del reparto Diezmero si tenían mesura. Interrumpió los grandes combates, oyó, que si era domingo, que se estuviera quieta. Caminó hacia la venta y se recostó en el marco. Veía el mar y recordó a su hermano Gustavo, lo habían torturado y tirado a los tiburones, fue después de La Huelga cuando se iba para la sierra Maestra. Creyó que una ola le había salpicado el rostro y se viró hacia el salón. Allá en el Diezmero pocas veces se interrumpían, las voces de de su marido y Gustavo se imponían, a veces el vozarrón de Machaco intervenía y volvía a atender porque tenía un corazón de santo. La entristeció recordarlo, apenas faltaban cincuenta días para el triunfo de la revolución cuando los batistianos lo balearon toda una madrugada.

Las llamas expandían el olor dulzón, la harina borboteaba. Mara arrastraba los globos con una espumadera. Uno de sus hijos se le acercó para ayudarla con un tenedor. Ella interpuso su codo y miró hacia la otra esquina de la cocina. Otro de ellos arrimado a la mesa picaba un pedazo de calabaza. Le oyó, que no le quitara la cáscara, ahí estaba la medicina. Uno de los mayores llegó con la radio al hombro, eran las doce del día, la hora del episodio de Los Tres Villalobos. Oyeron a Mara, que lo pusieran bajito, así gastaba menos. El vecino Fernando le había pasado un cable eléctrico para que tuvieran luz por la noche, le pagaría lavándole la ropa. Llevaban una semana sin electricidad, su hermano Machaco antes de irse le había prometido que le traería el dinero. Volvió a regañar a su ayudante, que casi despeluzaba la vianda. Los dedos del joven movían el botón del dial. Todos escucharon, aagua, aaagua, -en medio del llanto de un niño y después al locutor-, unos se lo piden a Dios, otros al Alcalde, yo se la pido a Santa Ana y no tengo problemas, agua Santa Ana, cuarenta y cinco centavos el botellón. La madre sonrió y se hizo cargo de la cocina. Cada día sus tres hijos más pequeños imitaban ese llanto y los grandes se ponían orejudos para no perderse ni un detalle de la aventura. Ninguno de los tres más chiquito llegaba a los seis años, ni a los trece los tres mayores. El padre había salido en busca de trabajo, pasaría por un chinchal, y si le dejaban torcer unos tabacos ganaría unas pesetas. Chasqueó la lengua, su esposo no tenía remedio, veinte días atrás trabajó tres semanas en la fábrica de tabacos Partagas. Era un artista en la terminación de los puros, aunque debía apurarse para completar ciento cincuenta brevas en una jornada. A su tercer día en la fábrica a los trabajadores los llamaba camarada, la palabrita de los comunistas, también le propuso al sindicato que el lector incluyera textos de la Historia de Cuba. El capataz se lo fijó en las pupilas. El compañero que le había conseguido la plaza le oyó, que era una lastima, un tabaquero fino metido en esos chanchullos. La pitanza siguió de largo y a su concuña le dio un sambenito, eso demostraba que no pensaba ni en los hijos, lo había adivinado, toda la vida sería un muerto de hambre, le molestaba pertenecer a la aristocracia obrera. Mara volvió a chasquear la lengua. Los hijos oyeron su pensamiento, ¡ah!, ella aprendió de clases sociales alargando las orejas cuando pasaba por nuestra sala. Rápido apartó esas preocupaciones, después del golpe de estado de Batista, además de hambre había represión.
El episodio de Los Tres Villalobos había terminado y sus hijos seguían relamiendo los platos. Los dos más chiquitos sacaron los caballos de cujes que habían recostados detrás de la puerta de la cocina, hacían cabriolas y se aferraban a las riendas. Mara oía la discusión, que yo soy Rodolfo Villalobos. Fue alertada por unos toques en la puerta, pero los jinetes llegaron primero. Dos mujeres del patronato del reparto le entregaban una tarjeta. Las observó, se aproximaba la primera nochebuena después del ataque al Moncada. El tirano repartía algunas papeletas para que los menesterosos recogieran en el palacio presidencial una javita con dos libras de arroz, una de frijoles, un poco de manteca y otras provisiones. Tranquila estrujó el vale y le encargó a uno de los caballistas que lo tirara en la corriente del río.
Volvió a escuchar, si, vieja, es domingo. Fue en busca de su butaca y mientras avanzaba borraba las musarañas de los discursantes. Retrocedió su pensamiento a una noche en el mes de mayo, en la casita de madera con techo de dos aguas donde también se alojaba la primavera. Llegó su hermano Juan Manuel acompañado de Abel Santamaría. Venían de Pinar del Río y del automóvil bajaron las cajas de cartón. Le oyó, que necesitaban guardarlas allí unos días. Les indicó que las pusieran debajo de la mesa de torcer tabaco. Escuchó, que allí no, era ropa nueva, el polvo y la picadura podían mancharlas. Otro lugar era debajo de la cama, el bastidor tenía patas altas. Atendió, que se trataba de trajes militares. Acaso ellos les hacían la competencia a los vendedores turcos. Después lo supo, sirvieron para vestir al grupo de jóvenes armados que atacó el cuartel Moncada. Así enfrentaban a Batista, el usurpador de la constitución. La acción fracasó y la radio informaba los nombres de los sobrevivientes. El corazón se le aceleró al oír, que Juan Almeida estaba entre los presos. De seguro era su hermano Juan Manuel. Sonrió y quedó pensativa. La quilla del Granma surcaba los mares, entre los expedicionarios también venía su hermano Efigenio. Al fin se iniciaba una guerrilla como tanto lo quería Gustavo. Hasta su marido lo comprendió, y eso que era un luchador de otro estilo. Volvió a entristecerla su rápida salida del Diezmero, apenas pudo llevarse la ropa. Un día después su hermano Nene fue capturado y llevado a presidio.
Mara se paró de la butaca. Oyeron su alarma, la engañaban con el cuento de que era domingo y después, de que era martes. Uno de los hijos mayores volvió a sentarla. Ella sintió como le contaba los cabellos. Le oyó, que todavía le quedaban algunos mechones negros. La misma voz se alargó hacia la cocina, ya era la una de la tarde, y si a la vieja se le pasaba la hora de almorzar volvería a esperar a la del día siguiente. Entre las risas ella elevó su energía por encima del hijo. Le escucharon, todos ustedes son unos revoltosos.